El auditorio improvisado para el examen de acreditación de preparatoria bullía con un zumbido bajo de ansiedad colectiva, como el murmullo de abejas en un panal a punto de estallar.
El aire acondicionado zumbaba con esfuerzo contra el calor pegajoso de finales de verano, pero nada podía enfriar el sudor que perlaba mi frente ni el nudo de nervios que se retorcía en mi estómago, compitiendo con los pataleos juguetones del cachorro.
Siete meses.
Siete meses de curvas que ya no cabían en las sillas estándar, de camisetas elásticas que olían a feromonas calmantes de Rikuya impregnadas esa mañana con un abrazo que duró demasiado y un "Respira, Suki, lo tienes" susurrado contra mi cabello.
Me acomodé en el asiento reforzado que habían asignado especialmente para mí, el respaldo crujiendo bajo mi peso, y una mano protectora descansó en mi vientre redondeado, donde el bebé respondía con un golpecito suave, como diciendo
*¡Tú puedes, mamá!*.
El examen era el portal final hacia la universidad, un rito de paso que devoraba sueños y devolvía diplomas o deudas con el álgebra y la historia que aún me perseguían en pesadillas.
Habían pasado semanas desde el examen de admisión preliminar, pero este era el definitivo: un maratón de tres horas que evaluaba todo, desde literatura hasta física.
Mi cuaderno de notas, lleno de garabatos y ecuaciones a medio resolver, reposaba en mi mochila a los pies, un recordatorio de las noches en vela donde Rikuya me masajeaba los pies hinchados mientras yo repetía fórmulas como mantras.
La supervisora, una Alfa de expresión estoica y clipboard en mano, repartió los paquetes sellados con un sello que crujió al romperse bajo mis dedos temblorosos.
*Sección 1: Matemáticas y Ciencias*.
El lápiz se sentía pesado, como si cargara el peso de mi futuro en su grafito. Empecé con las básicas geometría, que al menos no me traicionaba tanto como el cálculo, el raspado del lápiz contra el papel un ritmo hipnótico que ahuyentaba el pitido del reloj en la pared.
Pero a la mitad de una integral complicada, una contracción me apretó el vientre, un recordatorio punzante de que mi cuerpo ya no era solo mío.
Respiré hondo, inhalando el aroma mezclado de papel impreso y el leve dulzor de mi propia feromona ansiosa, y visualicé su habitación, las paredes pintadas de azul suave, el overol verde colgado en el armario, esperando a un cachorro que nacería en dos meses, ajeno a ecuaciones pero experto en robar corazones.
*Piensa en Rikuya*, me dije, mi voz interna dividida entre el pánico y la firmeza que había cultivado estos meses.
Recordé esa mañana: él arrodillado frente a mí en la cocina, atando mis zapatos con nudos dobles porque:
"no vaya a ser que tropieces con una integral suelta"
Su risa ronca llenando el espacio mientras Elvia horneaba pan de jengibre en el fondo.
"Eres más fuerte que cualquier examen".
Había dicho, besando mi vientre con una reverencia que me hacía derretir.
Su aroma aún se adhería a mi piel, un escudo invisible contra el mundo.
Las preguntas fluían ahora, como un río que había domesticado: ensayos sobre literatura donde tejí paralelismos entre novelas de Alfas dominantes y mi propia historia de salvación, problemas de química que resolvía paso a paso, imaginando moléculas bailando como feromonas en celo.
El tiempo se estiraba y contraía ,una hora, dos, y vi a otros estudiantes morder sus lápices, cabezas gachas sobre mesas rayadas. Yo persistí, ignorando el leve calambre en la espalda y el modo en que el cachorro parecía coreografiar una siesta en el peor momento.
*Esto es por ti*, le susurré mentalmente.
*Por un título que diga que soy más que un Omega embarazado.
Por una universidad donde pueda estudiar lo que amo, sin que el pasado me arrastre.*
Cuando la supervisora anunció el fin con un "¡Plumas arriba!", dejé el lápiz con un suspiro que salió entrecortado, el corazón latiendo un triunfo errático.
La hoja estaba llena, no impecable ,el ensayo de historia quizás divagó demasiado en lo personal pero honesta.
Me levanté con lentitud, una mano en la curva de mi vientre para equilibrarme, y caminé hacia la salida con pasos que ya no eran vacilantes, sino decididos.
Rikuya esperaba en el estacionamiento, recostado contra el auto negro con los brazos cruzados, su silueta recortada contra el sol poniente que teñía todo de oro líquido. Al verme, se enderezó como un resorte, cruzando la distancia en zancadas que devoraban el asfalto.
—¡Mi campeón! — exclamó, su voz grave teñida de orgullo, envolviéndome en un abrazo que evitó presionar mi vientre pero capturó todo lo demás.
Su aroma me inundó, ahumado y protector, disipando los restos de adrenalina como niebla al mediodía.
—Sobreviví —respondí, mi voz temblorosa pero ligera, enterrando la cara en su pecho donde olía a hogar y a promesas—. Creo que lo hice bien. El cachorro me animó todo el tiempo.
Él rio, un sonido que vibró contra mí, y me abrió la puerta del copiloto con una floritura.
—Por supuesto que sí. Ahora, a casa. Elvia tiene tu sopa favorita esperándote, y yo... yo tengo un masaje programado. Nada de correcciones hoy; solo celebración.
Mientras el auto se ponía en marcha, con el viento otoñal colándose por la ventanilla y revolviendo mi cabello, puse la mano en mi vientre donde el bebé pataleaba en acuerdo.
Esto era solo un capítulo más en esta epopeya llamada vida, un sello en un camino que ahora se sentía pavimentado con amor y tenacidad. La universidad esperaba, el parto se acercaba, y con Rikuya al volante literal y figurado, sabía que llegaríamos. Juntos.
El auto se deslizaba por las calles atestadas del atardecer, el ronroneo del motor un contrapunto suave a mis pensamientos revueltos.
El examen aún zumbaba en mi mente como un eco distante pero debajo de ese alivio efímero, una duda se enroscaba como una enredadera: