Un desastre perfecto

24

Nunca imaginé que el amor pudiera caber en algo tan pequeño, tan frágil, como un puño cerrado alrededor de mi dedo meñique.

Lo miré, acunado en el nido de mantas suaves que olían a talco y a hospital estéril, y mi corazón se hinchó hasta doler.

Sus ojos, oscuros como pozos de medianoche iguales a los míos, profundos y un poco asustados del mundo nuevo, parpadeaban con una curiosidad somnolienta. Y su cabello... oh, ese mechón rebelde de un naranja suave, como el atardecer que se enredaba en el de Rikuya cuando el sol lo besaba. Era como si el universo hubiera tomado lo mejor de nosotros y lo hubiera tejido en esta criaturita, un milagro diminuto que respiraba con jadeos suaves, su pecho subiendo y bajando como olas en una playa tranquila.

Lágrimas calientes rodaron por mis mejillas sin que pudiera detenerlas, y no me importó.

Era él. Nuestro hijo.

Estábamos en el hospital, en una habitación VIP que por alguna razón Rikuya había insistido en pagar,paredes en tonos pastel, una ventana con vistas a un jardín interno donde las hojas otoñales danzaban en la brisa.

Hacía solo unas horas que lo había traído al mundo, un parto que había empezado como un susurro de incomodidad en la casa y se había convertido en una tormenta de dolor y euforia.

Recordé el momento en casa, esa mañana de finales de otoño cuando el sol apenas rozaba las cortinas. Estaba doblando ropita diminuta que había comprado con tanto orgullo, sintiendo una punzada en la espalda que atribuí al cansancio de las clases en línea. Pero entonces vino la siguiente, más aguda, seguida de un chorro cálido que empapó mis pantalones.

*Contracciones*.

Verdaderas, no las falsas que me habían engañado antes. El pánico me golpeó como una ola, mi voz saliendo en un grito tembloroso:

"¡Rikuya! ¡Es ahora!".

Él irrumpió desde la oficina en casa, el teléfono aún en la mano, su rostro palideciendo como si hubiera visto un fantasma. Sus ojos se abrieron de par en par, fijos en el charco en el suelo, y por un segundo juré que sus rodillas flaquearon.

—Itsuki... oh Dios, el bebé... —balbuceó, su voz ronca, las feromonas de pánico inundando el aire como humo espeso.

Intentó levantarme, pero sus manos temblaban tanto que casi me deja caer. Se arrodilló, respirando en jadeos cortos, y por un instante pensé que él se desmayaría primero: su rostro grisáceo, el sudor brotando en su frente, murmurando:

"No, no, no" como una oración rota.

Lo abracé rápido, mi propia voz dividida entre el dolor y la urgencia:

"¡Respira, Kuya! Llama a la ambulancia".

Y lo hizo, aferrándose a mí como si yo fuera el ancla, mientras el mundo se contraía a ese pasillo donde todo empezaba.

Ahora, de vuelta a la ostentosa habitación, la puerta se abrió con un clic suave, y allí estaba él. Entró con pasos vacilantes, como si temiera romper el hechizo de la habitación. Llevaba una camiseta arrugada de la noche anterior,la que usaba para dormir, oliendo a nosotros, y sus ojos, rojos por el agotamiento y las lágrimas contenidas, se clavaron en la cuna. Se acercó despacio, el suelo acolchado amortiguando sus pasos, y cuando vio al bebé por primera vez, una emoción gigante lo embargó: un sollozo ahogado escapó de su garganta, y cayó de rodillas junto a la cama, sus hombros temblando.

—Es... es perfecto —susurró, su voz quebrada, extendiendo una mano temblorosa para rozar el mechón naranja con la yema del dedo, como si temiera que se desvaneciera.

Me reí entre lágrimas, mi voz aún débil por el parto, pero llena de una alegría que burbujeaba como burbujas en jugo espumoso.

—Es un niño, Kuya. Nuestro niño.

Él levantó la vista hacia mí, los ojos brillantes, y luego inhaló hondo cerca del bebé, su expresión cambiando a una de maravilla pura.

—Huele a nosotros —dijo, casi reverente—. A café y pino. Tu dulzor tostado y mi resina fresca, mezclados como si los hubieran fundido a propósito.

Asentí, sabiendo que era cierto; lo había notado al instante, ese aroma híbrido que llenaba la habitación como un puente entre nuestros mundos.Era algo normal. Los cachorros nacen con los olores de ambos padres, un eco de sus feromonas para que se sientan seguros desde el primer aliento. Pero conforme crezca en unos años , uno se hará más intenso. Nos dará una pista de su casta: si el pino domina, podría ser Omega como yo; si el café se impone, Alfa como el. Al menos hasta que desarrolle su propio aroma, único, alrededor de los dos o tres años más .

Sea lo que sea... será nuestro.

Extendió los brazos, y con mi permiso susurrado, lo levantó con una ternura que me rompió el corazón de nuevo.

El bebé gimoteó un poco, pero se acurrucó contra el pecho de su padre, los ojos oscuros entreabiertos en una paz absoluta. Rikuya lo meció, besando su frente con labios temblorosos, y yo los miré, exhausto pero completo, sintiendo cómo la vida con todas sus reglas y misterios por fin nos había regalado algo puro.

Un comienzo.

Nuestro comienzo.

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Habían pasado cinco días desde que el mundo se había expandido con la llegada de nuestro hijo ,cinco días de un torbellino borroso donde el tiempo se medía en llantos suaves y pañales que olían a talco fresco, en vez de horas o minutos.

El hospital, con su eficiencia estéril y sus enfermeras que entraban como susurros para revisar mis puntos y el peso del bebé, finalmente me dio el alta. Me subí al auto con Rikuya sosteniendo la sillita del pequeño como si fuera de cristal, su aroma ahumado teñido de una fatiga alegre que se mezclaba con el mío, dulzón y exhausto.

El trayecto a casa fue un sueño febril: el sol otoñal filtrándose por las ventanillas en rayos pálidos, el ronroneo del motor acunando al bebé en un silencio bendito, y mi mano en la de él, temblorosa pero firme, como si temiera que todo se deshiciera al llegar a la puerta.

La casa nos recibió con un abrazo cálido, el aroma a sopa y pan horneado flotando desde la cocina como un faro.



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En el texto hay: omegaverse, confusion, chicoxchico

Editado: 20.11.2025

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