Los días se entretejían como hilos en un tapiz nuevo, uno que olía a madera fresca y a tierra húmeda después de la lluvia, en lugar del encierro metálico del departamento que una vez nos había parecido un refugio.
Habían pasado tres semanas desde el mensaje de Ayse ,tres semanas en las que el pánico inicial se había convertido en una acción decidida, un movimiento que Rikuya impulsó con esa determinación feroz que siempre me hacía sentir anclado, incluso cuando mis rodillas temblaban.
"No esperaremos a que el miedo nos alcance",
había dicho esa noche, con el bebé dormido en su pecho y mi cabeza en su regazo, su aroma envolviéndonos como un juramento. Y así, nos mudamos.
El departamento, con sus paredes que ya se sentían apretadas alrededor de la cuna, los libros de estudio apilados en cada rincón y el eco de llantos que rebotaba en el pasillo, nos quedaba pequeño.
Pero no era solo eso: el mensaje de Ayse había sido la gota que colmó el vaso, un recordatorio punzante de que las sombras del pasado podían filtrarse por cualquier grieta. Mudarnos era lo mejor, lo necesario, para poner distancia física y emocional entre nosotros y cualquier amenaza velada.
Y luego estaba Amelia. Esa fuerza de la naturaleza con arrugas como mapas de aventuras, se había caído en su jardín una mañana de niebla, resbalando en una hoja traicionera mientras podaba sus rosas. Nada grave un esguince en el tobillo y un moretón que la hacía resoplar como un dragón herido, pero a sus setenta y tantos, las escaleras de su casa vieja se habían convertido en un riesgo que no podíamos ignorar.
"No soy una inválida, suki"
Protestó cuando Rikuya y yo aparecimos en su puerta con cajas y una silla de ruedas prestada, pero sus ojos brillaban con una gratitud que no podía ocultar.
La trajimos con nosotros a la nueva casa, instalándola en la habitación del primer piso con vistas al patio, donde podía supervisar el mundo desde su mecedora sin mover un dedo. Ahora, sus visitas no eran efímeras; eran permanentes, un lazo más en esta familia que crecía como raíces en suelo fértil.
El examen de ingreso a la universidad había sido una batalla ganada a pulso, presentada dos semanas atrás en un auditorio fresco que olía a cera para pisos y a nervios colectivos. Me senté allí, con el vientre aún sensible por el parto y el corazón latiendo un ritmo errático, respondiendo preguntas sobre dinámicas de poder en sociedades jerárquicas todo lo que había devorado en ratos robados, mientras Elvia mecía al bebé o Amelia contaba cuentos que olían a lavanda y a sabiduría antigua. No fue perfecto; mi voz interna temblaba en cada ensayo, dividida entre la certeza de que esto era mi camino y el miedo a no ser lo bastante bueno. Pero lo terminé, entregando las hojas con una sonrisa temblorosa, y ahora solo esperaba los resultados, un sobre virtual que llegaría en cualquier momento, colgando sobre mí como una promesa suspendida.
Había elegido la Universidad Mixta, no por capricho, sino porque su programa de psicología era el mejor: un currículo que profundizaba en los traumas, en cómo los vínculos podían sanar o herir, con profesores que no veían a un Omega como una rareza, sino como un estudiante con voz propia.
Cómo su nombre dice es mixta, un espacio donde Alfas, Betas y Omegas compartían aulas sin las barreras invisibles que tanto me habían lastimado antes.
"Allí aprenderás a romper cadenas",
Me había dicho Amelia esa noche, su mano arrugada sobre la mía, y supe que tenía razón.
La nueva casa era un sueño hecho de ladrillos y luz, un respiro que se sentía como un abrazo después del ajetreo del departamento. De dos pisos, con techos altos que dejaban que el sol se derramara por las ventanas como miel dorada, y un patio trasero que se extendía como un jardín secreto, cercado por setos altos que susurraban con la brisa. La planta baja era el corazón: una cocina amplia donde Elvia reinaba con ollas que burbujeaban aromas a curry especiado y sopa de miso, fluyendo hacia una sala con sofás mullidos que olían a tela nueva y a feromonas familiares. Amelia tenía su rincón allí, con una chimenea de piedra que crepitaba en las noches frías, proyectando sombras danzantes sobre sus libros de jardinería. Arriba, las habitaciones se abrían como pétalos: la nuestra, con una cama king que nos permitía enredarnos sin agobios, y la del bebé, ahora un santuario de paredes azul pálido, con el móvil de estrellas girando perezosamente sobre la cuna, nuestro Kai, como lo habíamos nombrado, en honor a un viento que lleva lejos las tormentas dormía siestas que duraban milagrosamente.
El patio era mi refugio favorito: un cuadrado verde con un columpio de madera que Rikuya había armado en una tarde soleada, rodeado de macetas.
Por las tardes, me sentaba allí con un libro en las manos, el cachorro en mi regazo, sintiendo cómo el sol calentaba mi piel y el aroma a tierra húmeda calmaba el pulso residual de miedos pasados. Era grande, preciosa, un lugar donde los recuerdos parecían menos cruel, donde podía imaginarme caminando al campus con una mochila ligera y un futuro que no creí merecer.
El sol de media mañana se derramaba sobre el patio como un bálsamo dorado, calentando las piedras del camino y haciendo que las lavandas de Amelia soltaran su perfume dulce y calmante en la brisa ligera. Estaba sentado en el banco de madera junto al columpio aún vacío, esperando los primeros pasos de Kai, con el teléfono en las manos temblorosas y el cachorro dormido en mi regazo, su peso un ancla reconfortante contra el torbellino que bullía en mi pecho.
Habían pasado semanas desde el examen, semanas en las que el sobre virtual había acechado mis notificaciones como un fantasma ansioso.
Hoy, finalmente, llegó: un email de la Universidad Mixta, con el asunto que me heló la sangre y aceleró el pulso al mismo tiempo. *Resultados de Admisión y Ayuda Financiera*.
Abrí el mensaje con un dedo que se sentía torpe, el corazón latiendo un ritmo errático que despertó a Kai con un gorgoteo suave. Leí las primeras líneas, parpadeando para enfocar las palabras borrosas por las lágrimas que ya picaban: