Todo pareciera un sueño tejido de luz y promesas.
Era el día.
*Nuestro* día.
El aire olía a jazmín fresco y a tierra cálida, mezclado con el sutil dulzor de las feromonas que flotaban entre nosotros como hilos invisibles.
Me miré en el espejo de cuerpo entero, ajustando el nudo de la corbata blanca que Rikuya había elegido sencilla, como todo en esta boda, mi voz interna temblorosa pero dividida en momentos de pura euforia:
*¿Esto es real? ¿Yo, Itsuki, una persona que una vez se escondió en armarios para no ser visto, uniéndome a un Alfa que me vio entero?*
Kai dormía en su cuna, su mechón naranja revuelto como un atardecer en miniatura, ajeno a la magia que se tejía abajo, y por un segundo, lo besé en la frente, susurrando:
—Mamá vuelve pronto, pequeño —susurré, y mi voz sonó más firme de lo que esperaba—. Hoy todo cambia para bien. Lo prometo.
La ceremonia fue pequeña, íntima, como un secreto compartido con el viento. El patio trasero, ese rincón verde que había sido testigo de mis dudas y de las risas de Elvia, se había transformado en un oasis: guirnaldas de luces blancas colgando de los setos como estrellas tempranas, una pérgola de madera adornada con rosas blancas que Amelia había insistido en plantar "para que el amor crezca enraizado", y una mesa sencilla con velas que parpadeaban como latidos.
Solo nosotros: Amelia en su mecedora, con un chal de lana sobre los hombros y ojos que brillaban como si estuviera viendo su propia juventud revivida, tal vez la boda que en algún recuerdo anheló; Elvia, con un vestido floreado que olía a canela y a abrazos, sosteniendo un ramo de lavandas que había atado con sus manos callosas; y el padre de Rikuya, un Alfa mayor con cabello plateado y una sonrisa estoica que escondía el orgullo que le arrugaba los ojos, sentado en una silla de jardín con una copa de jugo en la mano, murmurando:
"Mi hijo eligió bien" como un veredicto final.
Nos unimos bajo la pérgola, con un oficiante Beta que hablaba de vínculos como elecciones del alma. Rikuya estaba frente a mí, su traje negro impecable contrastando con la curva suave de su sonrisa, sus ojos oscuros fijos en los míos como si el mundo entero se redujera a ese instante.
—Itsuki —dijo, y su voz, ronca y firme, cortó cualquier hilo de duda que pudiera quedar—. Te elijo a ti. No por instinto, sino por cada latido que me has regalado. Por las noches en que me salvaste de mí mismo, cuando creía que estaba roto. Por Kai. Por nosotros. Eres mi hogar.
Lágrimas calientes rodaron por mis mejillas, y cuando llegó mi turno, mi voz salió dividida, temblorosa al inicio pero ganando fuerza como un río que encuentra su cauce:
—Rikuya —empecé, y la voz me salió quebrada al principio, pero ganó fuerza con cada palabra—. Tú me enseñaste que un Omega no es para ser salvado, sino para ser amado. Entero. Con todas las partes. Te elijo por cada abrazo que calmó mis miedos, por cada feromona tuya que me gritó "eres libre". Por este lazo que tejimos nosotros mismos.
Los anillos dorados, con esmeraldas diminutas que captaban la luz como corazones latiendo se deslizaron en nuestros dedos con un clic suave, y el beso que selló todo fue como encender una chispa en la pólvora: sus labios cálidos, su aroma ahumado envolviéndome, un juramento que sabía a eternidad.
La celebración fue un susurro de risas y brindis: Elvia sirviendo pastel de castañas que se deshacía en la lengua con un dulzor especiado, Amelia contando anécdotas de bodas pasadas que olían a jazmín y a escándalos olvidados.
—¡A la familia que se elige! —la voz grave del padre de Rikuya resonó en el patio, y todos alzamos las copas.
Fue entonces cuando Elvia se me acercó, con su vestido floreado que olía a canela y a hogar.
—¿Contento, cielo? —preguntó, pasándome un plato con su pastel de castañas.
—Demasiado para expresarlo con palabras, Elvia —respondí, y era la verdad más pura que había dicho en mi vida.
El momento cumbre llegó con el baile. Bajo las luces que ya titilaban como luciérnagas, Rikuya me tomó de la mano.
—Baila conmigo, Suki —murmuró, y su tono no admitía negativa.
—Siempre me tropiezo —protesté débilmente, pero ya me dejaba llevar.
—Yo te sostengo —fue su simple respuesta.
Y entonces, con los primeros acordes de "Cure" flotando en el aire, empezó a cantar. Bajo, solo para mí, su voz ronca transformando la letra en una promesa tangible. "Bailando hacia nosotros mismos... Nuestra historia... Enterrada en la eternidad". Enterré la cara en su hombro, dejando que las lágrimas mancharan su impecable traje negro. No importaba. Esto era más importante que la perfección. Era la curación.
Cada palabra era un aliento contra mi oreja, su aliento cálido filtrándose en mi piel, y yo cerré los ojos, dejando que las lágrimas fluyeran libres mientras girábamos bajo las luces.
Aunque no fuera una canción romántica como muchos hubieras escogido, está mi canción, nuestra canción, aquella que me acompaño en los momentos más solitarios, la que me acompaño como murmullo en la noche y aquella que me acompaño en camino a "nuestra primera cita"
Kai se despertó a mitad de la tarde, y lo pasamos de brazos en brazos, su gorgoteo un himno infantil que hacía que todos sonriéramos. Pero el momento que me grabó en el alma fue el baile: bajo las luces que ahora titilaban como luciérnagas en la penumbra creciente.
Amelia aplaudía suavemente desde su silla, Elvia secaba una lágrima con el dorso de la mano, y el padre de Rikuya observaba con una sonrisa que escondía su propia emoción. Era como si todo se hubiera detenido, permitiéndonos este instante de pureza: no un baile, sino un ritual de curación, con el cantando mi salvación en notas que olían a hogar.
La noche cayó como un manto suave, las estrellas asomando como testigos silenciosos mientras los invitados se retiraban.
Amelia con un beso en mi mejilla a "orgullo eterno", Elvia abrazándome con fuerza y susurrando "Mi familia crece", y el padre de Rikuya dándome una palmada en el hombro que decía más que palabras.
Kai ya dormía arriba, custodiado por el monitor que parpadeaba en verde, y la casa se aquietó, dejando solo el eco de risas y el aroma persistente de jazmín. Rikuya y yo subimos las escaleras en silencio, sus dedos entrelazados con los míos, el anillo fresco contra mi piel como un latido compartido. En nuestra habitación, con la luna filtrándose por las cortinas como plata líquida, nos despojamos de las ropas del día lento, reverente, sin prisa, y nos unimos como uno.
Sus feromonas me envolvieron, cálidas y profundas, borrando el mundo en un tapiz de susurros y toques que hablaban de promesas cumplidas, de un lazo que no se podía romper. En esa unión, temblorosa y completa, supe que éramos eternos: no solo marido y marido, sino almas curadas, listas para el mañana.