Un desastre perfecto

28

El sol de la mañana se colaba por las rendijas de las cortinas como dedos acusadores, pinchando mis párpados cerrados y recordándome, con crueldad, que la noche anterior no había sido un sueño borroso ni un desvarío emocional: había sido real. Me desperté con un gemido ahogado, la cabeza latiendo como un tambor sordo dentro de mi cráneo, y el aroma a café recién hecho filtrándose desde la cocina como un bálsamo traicionero que prometía alivio… pero solo después de hacerme enfrentar la vergüenza. Mi cuerpo era un mapa de sensaciones erráticas: la boca pastosa, con ese sabor a cerveza rancia mezclado con jugo de manzana fermentado; el estómago revuelto como si Kai hubiera usado mis intestinos de cama elástica toda la noche; y un calor residual en las mejillas que no era fiebre, sino pura humillación.

¿Qué dije? ¿Qué hice?, pensé, mi voz interna temblorosa, dividida entre el pánico y el intento desesperado de reconstruir los fragmentos dispersos: risas en el bar, el roce insistente de Taro, mi ebria confesión de:

“¡Estoy casado!”, y luego… Rikuya entrando como un dios de la tormenta, guapo, sereno, con esa presencia que desarma, mientras yo balbuceaba tonterías como :

“¿Te quieres casar conmigo?”.

Me incorporé despacio, el colchón crujiendo bajo mi peso, y entonces lo vi: Rikuya seguía a mi lado, profundamente dormido, su rostro suavizado por el sueño y un mechón naranja cayéndole sobre la frente el mismo tono que ahora coronaba la cabeza de Kai. Su brazo descansaba sobre mi cintura en un gesto instintivo, protector, como si incluso dormido reclamara lo que es suyo, y su aroma ahumado me envolvió, calmando el pulso errático en mi pecho. Me quedé mirándolo, memorizando la línea firme de su mandíbula, el rastro de barba que raspaba contra la almohada, la quietud poderosa de su respiración.

No me arrepentía de nada ni de la boda improvisada, ni del bebé que dormía en la habitación contigua, ni de esta vida que habíamos tejido con hilos de instinto, caos y elección consciente. Pero el alcohol había rescatado a la fuerza esa versión antigua de mí que aún dudaba: el Omega que temía ser visto como “demasiado”, como un error en un mundo de solteros que rotaban parejas como si fueran platos de fiesta.

Un gorgoteo suave desde el monitor me sacó del trance Kai, con su habitual puntualidad matutina. Me levanté con cuidado, mis pies descalzos chocando contra el suelo fresco de madera. Bajé las escaleras en silencio, el aroma a pan tostado, café oscuro y huevos revueltos haciéndose más intenso, envolvente, como si la casa quisiera abrazarme pese a mi vergüenza.

Encontré a Elvia en la cocina, moviéndose entre sartenes con esa eficiencia maternal que olía a canela, paciencia y décadas de desayunos preparados antes del amanecer. Amelia estaba en su mecedora en la sala adyacente, tejiendo un gorrito diminuto con lana azul inevitablemente para Kai, el clic de sus agujas marcando un ritmo constante, como un reloj que medía el paso de las estaciones en miniatura.

—Buenos días, mijo —dijo Elvia sin girarse, su voz ronca teñida de diversión—. ¿Sobreviviste la noche? Huele a resaca desde la escalera.

Me sonrojé hasta las orejas, cubriéndome el rostro con las manos mientras me sentaba en la isla de granito.

—Elvia… ¿fui un desastre? ¿Rikuya te contó algo?

Ella rio, sirviéndome un plato humeante: huevos esponjosos con trozos de jamón que olían a hogar, y una taza de té de jengibre que empezó a deshacer el nudo de mi estómago solo con acercarlo a mis labios.

—Tu Alfa no dice ni mu —comentó—. Solo llegó cargándote como si fueras un príncipe medio dormido, y subió las escaleras murmurando algo sobre “mi Omega ebrio”. Pero por tu cara… supongo que sí: un desastre adorable. Come, esto te arregla.

Amelia levantó la vista desde su mecedora, sus ojos arrugados brillando con una picardía imposible de disimular.

—Si fue como la vez que me emborraché en la boda de una amiga y bailé arriba de la mesa mientras gritaba que era la reina del universo… entonces fue legendario. Anda, confiesa: ¿hubo declaraciones dramáticas de amor en público?

Gruñí, hundiendo la cara entre las manos otra vez, aunque una risa burbujeó en mi garganta, traicionera.

—Algo así. Dije… tonterías. Sobre casarme otra vez. Dios, qué vergüenza. Y el grupo… todos me vieron como si fuera un idiota.

Elvia puso una mano cálida sobre mi hombro, un gesto firme y suave.

—Vergüenza es para los que no viven, mijo. Tú viviste. Y si te vieron, bueno: mañana será anécdota. Ahora come, que Kai no entiende de crudas ni arrepentimientos.

Kai. Su nombre fue una cuerda lanzada desde afuera de mi pozo mental. Dejé el plato a medio comer, subí a la habitación y lo encontré despierto en su cuna, agitando sus manitas como si quisiera convocar el amanecer. Lo alcé con cuidado, su peso familiar contra mi pecho calmando la presión en mis sienes, y lo mecí mientras tomaba su biberón. Su succión rítmica era un mantra, un ancla, una verdad sencilla que siempre me devolvía a mí mismo.

—Mamá está bien, pequeño —susurré, besando su coronilla naranja—. Solo… mamá tuvo una noche de adultos. Pero vuelvo a ti siempre.

Rikuya apareció en la puerta un rato después, desordenado de una manera que solo él podía lucir bien: cabello revuelto, una camiseta suya que olía a cafe ahumado y a noches compartidas. Sonrió al verme con Kai en brazos, esa sonrisa que siempre me desarma.

—Buenos días, mi desastre favorito —murmuró mientras cruzaba la habitación para besarme la sien. Su mano se deslizó con suavidad por la espalda del bebé—. ¿Cómo sigue tu cabeza?

—Latente —gruñí, apoyándome en su pecho porque su aroma era lo más parecido a un antídoto—. Kuya… lo siento por lo de anoche. Dije cosas tontas frente a todos. ¿Parecí muy ridículo?

Rikuya rio, ese sonido grave que me hace temblar por dentro, y se sentó en la mecedora conmigo encima, rodeándonos a los tres con su abrazo cálido.



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En el texto hay: omegaverse, confusion, chicoxchico

Editado: 20.11.2025

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