Los meses después de la gala se fundieron en un tapiz de rutinas que olían a papilla de manzana y a libros de psicología con esquinas dobladas, un ritmo tan constante que por momentos podía olvidar que todo no era un cuento de hadas, sino un pulso de instintos, decisiones y equilibrio.
Cuatro meses habían pasado desde aquella noche de luces cristalinas y rechazos firmes; cuatro meses en los que Kai empezó a gatear por el patio, dejando rastros de risas que olían a tierra húmeda y a la lavanda de Amelia.
Cuatro meses en los que mis clases en la Mixta dejaron de ser supervivencia para convertirse en debates reales:
“los vínculos como heridas heredadas”,
“la imprintación como trauma latente”,
temas que me dejaban exhausto pero vivo, con Lena como mi cómplice en trabajos nocturnos que terminaban en tazones de ramen neutral y memes sobre Alfas que no sabían manejar feromonas sin provocar un caos.
Taro se había desvanecido como un mal sueño. Solo quedaban saludos cortos en los pasillos, miradas que evitaba con torpeza y un silencio en el chat del grupo que nadie mencionaba. Y Rikuya… él era el hilo que mantenía todo unido: su aroma ahumado entre mis libros, su mano en mi espalda cada vez que yo dudaba, su risa grave en las noches en las que Kai se negaba a dormir. En un mundo de feromonas volátiles, él era roca.
Pero esa mañana de finales de verano, con el sol filtrándose por las cortinas de la habitación como miel tibia, algo en mí se removió. No era solo cansancio. No eran las horas de estudio. Era un hormigueo bajo la piel desde la nuca, donde el parche de la universidad ya picaba, hasta mi vientre, un pulso conocido, lento pero firme, que me erizó los brazos.
Celo.
No el de antes, cuando me incendiaba hasta dejarme temblando, sino una ola cálida que recordaba: casi un año desde el último. Y las marcas que simulaban una real sin ser lo , apenas un eco desvanecido sobre mi cuello, ya no contenía mis feromonas como antes.
Mi cuerpo pedía más. Pedía permanencia. Pedía unión definitiva.
Me senté en el borde de la cama. Rikuya aún dormía, su brazo pesado sobre mi cintura, anclándome al colchón. Lo observé: la respiración profunda, las pestañas oscuras temblando, la línea suave de su cuello donde yo quería ser suyo. De verdad. Para siempre.
Me levanté con cuidado y bajé a la cocina. El piso fresco bajo mis pies me despejó apenas, pero el calor en mi cuerpo seguía ahí, insistente. Elvia removía una olla de avena que olía a manzana y canela su ritual matutino para “dar fuerza a los sensibles”. Amelia, en la sala, tejía otro suéter para Kai, su aguja clicando como un reloj que marcaba el crecimiento de la familia.
—Buenos días, Itsuki —dijo Elvia sin necesidad de mirarme, como si mis feromonas hablaran más que yo—. ¿Dormiste bien? Hueles… inquieto. ¿Dientes de Kai otra vez?
Negué y me senté en la isla, abrazando una taza de té de jengibre para contener el temblor que subía por mi columna.
—Es… yo —dije, bajito—. Creo que mi celo viene pronto. Muy pronto. Y quiero decirle a Rikuya hoy. Lo decidí. Quiero… la marca. La permanente.
Elvia se giró despacio. Su mirada era suave y firme a la vez, como un abrazo que no necesitaba brazos. Puso su mano cálida en mi mejilla.
—Ah, mijo… eso es grande —susurró—. La marca no es solo piel. Es alma. Es para siempre. ¿Estás seguro?
Asentí, sintiendo cómo la garganta se me apretaba.
—Lo amo, Elvia. Me salvó cuando estaba roto. Me dio a Kai. Me da fuerza para estudiar, para avanzar, para creer que puedo ser terapeuta algún día. Quiero ser suyo más allá de un anillo. Quiero que… que me ancle.
Amelia levantó la cabeza desde la sala, sus ojos arrugados brillando de emoción.
—Entonces díselo, querido. Un Omega marcado no es un Omega encadenado. Es uno que eligió. Y tu Rikuya… te mira como si fueras el sol. Anda. Tu corazón ya decidió.
Sus palabras me recorrieron la piel como un abrazo invisible.
Minutos después, escuché los pasos de Rikuya bajando la escalera. Venía despeinado, con una camiseta que olía a sábanas tibias y a su aroma ahumado. Sonreía como si el día apenas comenzara y ya fuera perfecto solo porque yo estaba ahí.
Kai jugaba en su corralito. Elvia y Amelia salieron con discreción
—“voy por leche fresca”, “yo riego las rosas”
Dejando la cocina en un silencio cargado de anticipación.
—Suki —saludó él, sirviéndose café y sentándose frente a mí, su rodilla rozando la mía—. ¿Todo bien? Hueles… dulce. Y un poco tenso. ¿El té o… algo más?
Tragué saliva. Ahí estaba el momento.
—Es… algo más —susurré—. Kuya, siéntate bien. Necesito hablarte. De nosotros.
Él dejó la taza a medio camino, observándome con esa atención absoluta que siempre me desarmaba.
—Suena serio —dijo, su voz grave, alerta—. ¿La universidad? ¿Kai? ¿O…?
Negué con la cabeza, mis manos temblorosas aferradas a la taza, el vapor subiendo entre nosotros como un velo que no ocultaba absolutamente nada.
—No… no es nada malo —susurré—. Es mi celo. Llega pronto. Muy pronto. Lo siento en la piel, en el pulso… como un fuego esperando chispa. Y… quiero que me marques, Kuya. La permanente. No la temporal.
La de verdad.
La para siempre.
El silencio que siguió se sintió distinto a cualquier otro: profundo, lleno, tenso como un hilo listo para romperse. El reloj en la pared marcó dos segundos largos. Kai gorjeó desde la sala, ajeno a todo. Y Rikuya dejó su taza con un clic suave que parecía más fuerte que cualquier grito.
Su expresión cambió: sorpresa, sí, pero también un brillo profundo, casi reverente, como si algo dentro de él algo Alfa y antiguo hubiera escuchado un llamado.
Extendió la mano sobre la isla y tomó la mía. Sus dedos cálidos entrelazándose con los míos. Su pulgar rozó el anillo en mi dedo como si confirmara que no estaba soñando.
—Suki… —su voz salió baja, incluso ronca—. ¿Estás seguro? La marca es eterna. No se borra con supresores ni con tiempo. Es yo en ti y tú en mí. Para que el mundo lo sepa.