Nunca pensé que seguiría sorprendiéndome con Rikuya después de tantos años juntos. Creí que ya había visto todos sus trucos: su forma torpe de coquetear, su manera exagerada de defenderme por cualquier cosa, sus silencios llenos de amor cuando me mira dormir… Pero hoy volvió a hacerlo.
Y lo peor es que lo hizo con una calma que me sacó completamente de mis casillas.
—Ponte los zapatos cómodos, Itsuki —me dijo por la mañana, mientras yo intentaba ver mis propios pies pese a la panza de casi ocho meses.
—Siempre uso zapatos cómodos —refunfuñé.
—Más —insistió.
Siempre que Rikuya insiste en algo, es porque planea una de sus sorpresas.
Nuestro hijo mayor, Kai, estaba sentado en la mesa del desayuno con las piernas colgando, comiéndose sus panquecitos con la misma concentración con la que su padre firma documentos. Me observaba de reojo, como si supiera algo.
Siempre sabe algo.
Los Alfa son una pesadilla cuando quieren guardar secretos.
—¿Vamos a un parque, papá? —me preguntó, inflando las mejillas de emoción.
—No —respondió Rikuya, sin mirarme.
—¿A comer? —insistió Kai.
—No.
—¿A comprarle ropa al bebé?
—Tampoco.
Me crucé de brazos.
—¿Entonces a dónde vamos?
—Es sorpresa —dijo Rikuya, con ese tono tan irritante que significa te va a gustar.
---
El auto se detuvo frente a un edificio recién remodelado. Fachada blanca, ventanales amplios, plantas altas que daban un toque moderno y cálido.
No era un hospital, pero tampoco parecía una casa. Y lo mejor:
olía a madera nueva, a pintura fresca y a… café.
Ese aroma suyo siempre me envolvía. Incluso con mi olfato alterado por el embarazo, seguía reconociéndolo al instante. Me sentí más tranquilo solo por eso.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
Rikuya bajó del auto, caminó hacia mi puerta, la abrió y me extendió la mano como si fuera una princesa a punto de bajar de una carroza. Kai corrió delante, casi rebotando.
—Papá Itsuki, ¡corre! —gritó él—. ¡Te van a gustar las ventanas!
¿Ventanas?
Ya desde ahí debí sospechar que algo estaba pasando.
Entramos. El olor a café recién salido se mezcló con el mío, ese aroma a rocío de la mañana que siempre hace que Rikuya me mire con ojos peligrosamente suaves. Sentí sus dedos rozar la parte baja de mi espalda, acompañándome mientras subíamos un pequeño tramo.
Y entonces lo vi.
Una puerta con un letrero temporal. Todavía sin placa oficial.
"Consultorio 3”
Y debajo, un sobre pegado con cinta. Mi nombre escrito a mano:
ITSUKI.
Mis manos temblaron.
—Ábrelo —dijo Rikuya, con la voz baja, casi ronca.
Dentro había una llave. Plateada. Nueva. Ligera.
—¿Qué… qué es esto? —pregunté, aunque mi corazón ya lo sabía.
—Tu consultorio —respondió.
Sentí el golpe emocional directo en el pecho, como una ola tibia que me subió hasta la garganta.
—¿Mi…?
—Siempre dices que quieres ayudar a más gente —murmuró él—. Pero trabajabas desde casa, aguantando ruido, horarios rotos, estrés…
—Rikuya…
—Este lugar es tuyo, Itsuki. Para que te sientas seguro, tranquilo. Para que crees tu espacio. Para que tengas tu propio mundo.
No pude responder. Solo pude mirarlo.
Llevo años amándolo, pero en ese momento volví a enamorarme como la primera vez. Ese tipo de amor que se te instala entre las costillas.
—¿Te gusta? —preguntó mi hijo, tomando mi mano. Sus ojos enormes brillaban de emoción.
—Me gusta… mucho —logré decir.
Rikuya abrió la puerta y me invitó a entrar.
Y ahí estaba:
Un espacio amplio, con luz natural, paredes en tonos suaves. Una pequeña salita donde pondría mis sillones, mis plantas, mis libros. Una ventana enorme que dejaba ver un arbolito joven afuera. Una mesita ya instalada donde probablemente Rikuya pensó que pondría mis test psicológicos.
Era perfecto.
Era mío.
Era el futuro que yo había soñado.
Y lo había construido para mí.
Me apoyé en el marco porque la emoción me mareó un poco.
—¿Por qué haces estas cosas…? —pregunté, riendo entre lágrimas.
—Porque te lo mereces —respondió él, acercándose para sostener mi cintura—. Porque eres increíble. Porque eres el mejor psicólogo que conozco. Porque quiero que tengas un espacio donde florecer.
Mi hijo se abrazó a mi pierna.
—Y porque papá Itsuki ayuda a mucha gente —dijo con orgullo infantil.
Ahí me quebré.
Completamente.
Abracé a los dos, sintiendo cómo el bebé pataleaba fuerte dentro de mí. Como si también celebrara.
—Gracias… —susurré—. De verdad… gracias.
Rikuya me besó la frente.
Kai se estiró para plantar un beso en mi mejilla.
Y yo respiré profundo, saboreando el aroma café, caramelo, y el mío propio… ese rocío de la mañana que ellos dicen que los calma.
Mi familia.
Mi mundo.
—Itsuki —dijo Rikuya, con una sonrisa suave—. Bienvenido a tu consultorio.
Y ahí, entre lágrimas y risas, supe que ese momento sería uno de los más importantes de mi vida.
Porque no era solo un consultorio.
Era un “creo en ti”.
Era un “confío en tu futuro”.
Era un “quiero que tengas algo solo tuyo”.
Era amor.
Del más puro.
Del que siempre soñé tener.
Del que nunca pensé merecer.
Y, sin embargo… ahí estaba.
Esperándome detrás de una puerta con mi nombre.
------
Abrir un consultorio propio siempre fue un sueño… uno que veía tan lejano que a veces pensé que jamás sería para mí.
Pero ahí estaba: la puerta con mi nombre, la llave fría en mi mano, el reflejo de mis propios nervios en el cristal.
Y dos bebés que dejé llorando en brazos de Elvia hace menos de quince minutos.
Solo pensar en eso me hizo sentir un hueco en el pecho.
—Respira —dijo Rikuya a mi lado.
—Estoy respirando —contesté, aunque no sonó muy convincente.
—No parece. Tus hombros están así —puso sus manos sobre ellos y los dejó caer con suavidad—. Y tu cara está así.