Un desastre perfecto

34

Nunca pensé que algo tan pequeño como el aroma de una niña pudiera recordarme todos los años de lucha acumulados en mi pecho.

El aroma de Ayla siempre fue distinto.
Fresco, suave, como el rocío que queda en las hojas cuando el sol apenas empieza a subir.
Ese aroma que uno respira y siente una calma natural.

Nada que ver con el olor a café tostado de Rikuya, ni con el dulzor a caramelo de nuestro hijo mayor.
Ni con el aroma fuerte, casi punzante, de mezcal del mellizo alfa, o el dulce miel-limón del mellizo omega.

La casa estaba llena de esos aromas, todos cálidos, todos tan nuestros.

Todos… excepto el de Ayla, cuya frescura rompía la norma.

Yo estaba en la sala, ordenando un montón de papeles que jamás ordenaba realmente, cuando la sentí acercarse.

Siempre la siento antes de verla.

Esa era otra pista que nunca quise admitirme: mi cuerpo la reconoce como hija en un nivel que va más allá de la sangre.

—Papá —llamó con esa voz que ya no es tan de niña, pero tampoco de preadolescente—. ¿Estás ocupado?

—Nunca para ti, mi cielo —respondí, dejando los papeles a un lado.

Ayla entró con una expresión seria.
Seria para su edad, quiero decir.

Ella era la más emocional, la más risueña, la que siempre terminaba trepándose a mi regazo cuando estaba cansada.
Pero ahora…
sus manos estaban entrelazadas y mordía su labio.

Me preparé para cualquier cosa, desde una pelea con los mellizos hasta un mal día en la escuela.

Lo que no esperaba… era lo que salió de su boca.

—Papá… ¿por qué soy diferente?

Respiré hondo.

Ese tipo de preguntas… las que no vienen con lágrimas, sino con un vacío silencioso… siempre asustan más.

—¿Diferente cómo? —alcé una ceja, invitándola a hablar.

Ayla dio un paso y se sentó frente a mí.
Sus ojos grises tan hermosos como incomprensibles de dónde heredados me sostuvieron con firmeza.

—Bueno… todos en esta casa tienen rasgos parecidos, El hermano mayor se parece a ti, Los mellizos se parecen a papá Rikuya, Hasta los olores… todos tienen algo dulce o cálido Y yo… pues… yo no me parezco a nadie.

Un pequeño nudo comenzó a formarse en mi garganta.

No porque lo dijera, sino por cómo lo decía: sin rencor, sin dolor… solo buscando verdad.

—Creo que solo soy curiosa —agregó—. No es que no quiera parecerme. Solo… quiero entender.

Ese fue el punto donde mi corazón se apretó.
No había sospecha.
No había rechazo.
Solo una niña que confiaba tanto en mí que creía que podía preguntar sin romper nada.

Y por esa misma confianza… sentí que ya no podía seguir guardando el secreto.

—Ayla —murmuré—. Ven conmigo.

Se acercó de inmediato y se sentó a mi lado, con las piernas cruzadas como cuando era pequeña.

Le tomé las manos.
Me temblaban un poco, lo admito.

—Voy a contarte algo importante… y quiero que recuerdes que nada de lo que diga cambia quién eres en esta familia, ¿sí?

Ella parpadeó, confundida, pero asintió.

—¿Estoy enferma? —preguntó bajito.

—No, mi amor. No es eso.
Es… sobre cuando te encontramos.

Sus ojitos se agrandaron.

—¿Encontrarme?

Tragué saliva.
Ese era el momento que siempre me quitó sueño.

—Cuando eras un bebé —comencé— no naciste aquí en casa como tus hermanos. Llegaste a nosotros… de otra manera.

Ayla se quedó inmóvil.

—Mi mamá biológica… —susurró— ¿y-yo la conozco?

Quise que no doliera.
Quise que fuera más fácil.
Pero el pasado nunca lo es.

—Tu madre biológica es mi hermana —dije despacio.

Ayla abrió la boca sorprendida.
No para llorar.
Solo para intentar procesarlo.

—Tu mamá… —continué— era una beta.
No podía darte lo que necesitabas para sobrevivir.
Desde que naciste, tu cuerpo pedía feromonas.
Las necesitabas para respirar bien, para regularte, para no entrar en crisis.
Y ella… ella no podía.
Ni quería.

El silencio cayó espeso entre nosotros.

Ayla bajó la mirada, y yo me preparé para ver lágrimas, o una pregunta que doliera.
Pero lo que escuché fue algo totalmente distinto.

—Entonces… ¿por eso ustedes me adoptaron?

—Sí —respondí, sintiendo el pecho apretado—. Porque tú necesitabas amor, cuidados… una familia que pudiera darte todo lo que tu cuerpo y tu corazón pedían. Y porque desde el primer momento en que te tuve en brazos… supe que eras mi hija.

Ayla parpadeó unas veces.
Después me miró con una determinación que no esperaba.

—Papá… ¿mis hermanos sabían?

Sonreí con amargura dulce.

—Sí, Lo supieron desde pequeños Y lo han guardado contigo nunca quisimos que te sintieras menos, diferente o apartada.

Ella respiró hondo.
Luego tomó mi mano.

—Papá Itsuki…

—¿Sí?

—¿Puedo decir algo sin que te enojes?

—Claro.

Ayla se inclinó hacia mí y me abrazó fuerte, muy fuerte, rodeándome el torso con ambos brazos.

—Gracias por no dejarme.

Yo… no pude contenerlo.
La abracé de vuelta y la apreté contra mi pecho.

—Nunca te dejaría, mi amor —murmuré contra su cabello—. Eres mi hija. Mi niña. Mi orgullo. Nada puede cambiar eso.

Ella no lloraba.
Yo sí, un poco.

—Papá… —dijo después de un rato—, ¿puedo seguir diciéndote “papi”?

—Siempre —respondí sin pensarlo.

—¿Y a papá Rikuya “papá ”?

—Por supuesto.

Ayla sonrió.
Esa sonrisa… fue suficiente para desarmarme.

—Ustedes son mis papás —concluyó, como si fuera una verdad absoluta—. Ustedes dos.
No importa de dónde vine.

La besé en la frente y la apreté más.

En ese instante entendí algo:
no era sangre lo que hacía una familia.
Era la forma en que un niño corría hacia ti cuando tenía miedo.
El aroma fresco que te hacía sonreír cada mañana.
El primer abrazo después de un día difícil.
Y ese “papá” que se te escapaba tan natural como respirar.



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En el texto hay: omegaverse, confusion, chicoxchico

Editado: 20.11.2025

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