La casa olía a galletas recién hechas, a madera cálida, a café y a ese toque fresco que siempre queda cuando Rikuya abre las ventanas por la mañana. Era 24 de diciembre y, como cada año desde que formamos esta familia, el caos era inevitable.
—¡Papá Itsuki! ¡Kai se comió los dulces del árbol! —gritó Sora el mellizo omega, con sus siete años de dramatismo absoluto.
—¡No es cierto! Solo probé uno —respondió Kai, doce años, alfa, alto para su edad y con esa expresión de “¿ahora qué hice?” que heredó directo de mí.
—Solo uno de cada sabor —añadió Ren el mellizo alfa, cruzándose de brazos.
Yo apoyé una mano en mi cara.
Otra Navidad normal.
Rikuya pasó junto a mí dejando un beso en mi mejilla, cargando a Ayla de apenas unos cuatro años que lo miraba con sus ojitos grises enormes y el cabello rubio en mechones desordenados. La niña extendió una manita hacia mí.
—Papi
Mi corazón se derritió. No había forma de acostumbrarme.
—Dámela, amor —le pedí a Rikuya.
Me la entregó con esa sonrisa tranquila y orgullosa que siempre se le escapa cuando me ve con nuestros hijos. Ayla apoyó su cabeza en mi hombro y aspiró mi aroma, pequeña costumbre típicamente omega, buscando calma.
—¿Están peleando por dulces otra vez? —preguntó Elvia desde la cocina—. De verdad, nunca cambian.
—¡Elvia! —gritaron los mellizos corriendo hacia ella como si fueran a salvarse del juicio final.
Desde que Amelia falleció, Elvia ocupó ese espacio sin pedirlo, sin drama, sin condiciones. Se convirtió en la abuela que mis hijos necesitaban… y en el pedazo de familia que a mí siempre me faltó.
La miro y siento un calor en el pecho.
No sé cómo agradecerle un cariño tan grande.
El padre de Rikuya también había llegado temprano, con regalos demasiado costosos y una torpeza adorable cargando las cajas. Mis hijos lo amaban. Yo también. Era el abuelo que soñé de niño, ese que jamás tuve.
Rikuya volvió a mi lado y rodeó mi cintura con un brazo mientras observábamos el desastre hermoso frente a nosotros: luces parpadeando, papel de regalo por el suelo, los mellizos intentando subirse al sofá para colgar una estrella, Kai riéndose tratando de detenerlos, Ayla Decidiendo tomar su siesta en mis brazos.
—Nuestra navidad —susurró Rikuya contra mi cuello.
Me recargué en él.
Y ahí, con el ruido, las risas y la calidez de casa… pensé en todo lo que fue mi vida antes de esto.
Yo, el Omega que creció escuchando que no valía nada.
El que era escondido, limitado, golpeado, humillado por una familia que jamás me vio como hijo.
El que aceptó sustituir a su hermana en una cita para evitar que arruinara sus planes.
Ese día… el día más absurdo de mi vida.
El día que me llevó directo a Rikuya.
Mi padre, encerrado en prisión.
Mi familia biológica, desaparecida como si nunca hubiera existido.
Amelia, que me dio cariño cuando nadie lo hizo.
Elvia, que se convirtió en nuestro sostén.
El padre de Rikuya, que me abrazó la primera vez que me vio llorar.
Y Rikuya…
que me enseñó que ser Omega no era sinónimo de ser menos.
Me aferré a él un poco más fuerte.
—No sé cómo llegué aquí —confesé en voz baja.
Era la verdad. Cruda y dulce.
—No sé en qué momento mi vida cambió tanto. Pasé de querer desaparecer a tener… todo esto.
—Llegaste porque lo mereces —respondió él sin dudar, como si fuera obvio—. Porque siempre fuiste más fuerte de lo que creías. Y porque ese día aceptaste salir conmigo a pesar de que estabas temblando.
Reí.
—No estaba temblando.
—Itsuki… estabas blanco.
—Era el frío.
—Era verano.
Me cubrí la cara y él soltó una carcajada.
Ayla imitó el sonido con un gritito feliz como si imaginara la escena en sus sueños.
Rikuya me miró como si siguiera enamorado del chico inseguro que conoció hace tantos años.
Y yo lo miré como si cada línea en su rostro fuera un hogar distinto.
—Te amo —dijo.
—Yo también.
Los niños corrieron hacia nosotros de pronto.
—¡Papás! ¡Ven rápido! La estrella se cayó! —gritó el mellizo omega.
—¡Kai la tiró! —agregó el alfa.
—¡No es cierto! —respondió Kai, aunque claramente sí había sido él.
Yo solté una carcajada agotada.
Rikuya me besó la sien.
—Vamos —dijo—. Antes de que intenten colgar a su hermana para reemplazar la estrella.
—Es cuestión de tiempo —suspiré.
Caminamos juntos, los seis.
Mi familia.
Mi caos adorable.
Y mientras colocábamos la estrella de nuevo, mientras los niños cantaban mal y Ayla intentaba mantenerse despierta… pensé:
No sé cómo pasé de ser un Omega roto a tener una vida llena de luz.
Pero sí sé algo: no cambiaría nada. Ni lo difícil. Ni lo doloroso. Porque todo me trajo aquí.
A este hogar. A esta Navidad. A este amor inmenso que jamás creí que pudiera tener.
Y por primera vez en muchos años, en una noche brillante y cálida…
me sentí completo.
Nos acercamos todos al árbol.
Rikuya me besa la sien.
Ayla aplaude emocionada.
Los mellizos discuten sobre cuál lado se ve mejor.
Kai sostiene la estrella y me la pasa.
Y mientras la colocamos juntos, pienso:
De un omega roto… a un padre, un esposo, un hombre amado.
De la oscuridad… a esta Navidad llena de luz.
Y por primera vez en mucho tiempo, en voz baja y sin miedo, me permito decirlo:
—Soy feliz. Realmente feliz.