Nunca pensé que a los veinticinco años tendría tan poco control sobre mí mismo.
Mi vida siempre había sido simple: estudio, trabajo, metas claras, expectativas altas. Crecí queriendo demostrar que no era solo “el hijo del presidente” ni la copia física de mi papá. Todos decían que heredé su rostro, su postura, incluso la forma en la que camino, pero mis gestos suaves siempre fueron de mi papá Itsuki. Esa calma dulce que él tiene… aunque también heredé esa pequeña llama que aparece cuando alguien intenta pisotearlo.
Yo, igual: tranquilo, amable, pero no me dejo de nadie.
Por eso me molesta tanto que justo él sea el único capaz de hacerme dudar de todo.
Kaito Saeki.
Un alfa masculino, como yo.
Más alto que yo por un par de centímetros lo cual ya es decir mucho con esa vibra arrogante y elegante que solo tienen los hombres educados para ser “perfectos alfas”.
Y lo peor es que es coqueto.
Coqueto de ese modo que no parece descaro, sino sutileza… como si llevara años entrenado para desestabilizar a otros.
Siempre dice lo mismo:
“Esto está mal, Kai. Alfa con alfa masculino no es aceptado.”
Pero aun así me mira como si estuviera escribiendo mi nombre en su piel.
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Esa mañana, entré en la sala de juntas con un café en mano y mis papeles listos. Mi estilo: organizado, puntual, profesional. El estilo de mi papá Itsuki, básicamente. Siempre he admirado lo mucho que logró siendo un omega al que todos despreciaban. Me hizo creer que yo podía con todo.
Y podía… hasta que Kaito levantó la mirada hacia mí.
No me gusta admitirlo, pero cuando lo hace siento un calor incómodo en el pecho. No es miedo. No soy alguien que se intimidara fácil, mucho menos por otro alfa. Pero era… diferente.
—Buenos días, vicepresidente —saludó con esa voz baja que siempre usa conmigo.
—Saeki —respondí firme, dejando mis carpetas en la mesa.
Él no miró los documentos.
Me miró a mí.
Y yo odiaba que me diera cuenta.
—¿Dormiste bien? —preguntó, casual… demasiado casual.
Fruncí el ceño.
—No estamos aquí para eso.
—Siempre tan correcto —sonrió de lado—. ¿Sabes que eso te queda bien?
Mi corazón dio un salto ridículo.
Necesito dejar claro que yo no soy tímido.
Ni débil.
Ni fácil de desarmar.
—Saeki, deja tus comentarios personales fuera de las reuniones —solté con voz firme.
Él apoyó un codo en la mesa y me sostuvo la mirada.
Sus ojos eran tranquilos, como si supiera algo que yo no.
—No es personal. Es una observación —dijo—. Una muy honesta, de hecho.
Me acomodé la corbata para evitar que notara el calor en mis mejillas.
Odiaba sentirme expuesto.
Trabajamos un rato en silencio hasta que él decidió hablar de nuevo.
—Kai —murmuró, suave, como si estuviera probando mi nombre—. ¿Por qué eres así conmigo?
—¿Así cómo?
—Tan distante.
Supe que debía ignorarlo.
Debía mantener la formalidad.
Pero mis labios respondieron solos.
—Eres tú quien causa problemas.
Él arqueó una ceja.
—¿Problemas?
—Sí. Tu… forma de mirarme. Tus comentarios. Tu insistencia.
Kaito apoyó su brazo en el respaldo de la silla, inclinándose hacia mí.
—Pensé que no te dabas cuenta —dijo con un tono que casi parecía satisfecho.
Yo también me incliné, pero por orgullo.
—Por supuesto que me doy cuenta. Y deja de hacerlo.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Te incomoda?
—Sí —admití, sin temblar.
—¿Porque soy alfa?
—Porque eres alfa y hombre —respondí sin rodeos—. Porque eso está mal visto. Porque mi familia… porque la empresa… porque tú mismo lo dices.
Kaito sonrió, pero esta vez no era coqueto.
Era suave. Casi triste.
—Kai, yo repito esas frases porque así me educaron. No porque las crea.
Se me tensó el pecho.
—Entonces no lo digas —murmuré.
—Dejaré de decirlo —aseguró él—. Si tú dejas de huir.
Tragué saliva.
Mi corazón se aceleró.
Mi cabeza me dijo que saliera de esa sala de inmediato.
Pero no me moví.
Kaito extendió la mano y, muy despacio, tomó una de mis carpetas para acercarla más a él.
Su dedo rozó el dorso de mi mano.
No debía sentir nada.
No debía siquiera reaccionar.
Pero sentí un estremecimiento subirme por el brazo.
—Podríamos… hablar fuera del trabajo —sugirió, su tono bajo, cálido—. No para hacer nada indebido. Solo hablar. Conocernos sin roles. Sin reglas antiguas. Sin títulos.
Abrí la boca, pero ninguna palabra salió.
Porque yo sí quería.
Porque una parte de mí lo deseaba tanto que me asustaba.
Pero también sabía lo que significaba.
Kai, el hijo mayor.
Kai, el heredero.
Kai, el alfa perfecto.
No podía romper la imagen que el mundo tenía de mí.
¿O sí?
Respiré hondo.
—No puedo —dije, y dolió más de lo que esperaba.
Kaito no borró su expresión suave.
Solo asintió.
—Entonces esperaré a que puedas —respondió—. No voy a presionarte.
Se levantó, recogió sus documentos y caminó hacia la puerta.
Pero antes de salir, se detuvo.
—Kai… —dijo en voz baja—. No te disculpes por sentir. Nunca te quedes donde no puedas respirar.
Y se fue.
Me quedé solo con la pantalla encendida y las manos temblando un poco.
No soy débil. No soy inseguro.
He cargado responsabilidades desde que era adolescente. Trabajo a la par de gigantes. Me exigen, y cumplo.
Pero nadie me enseñó a lidiar con esto.
Con querer lo que no debería querer.
Con sentir por quien no debería sentir.
Con ser un alfa… que desea a otro alfa.
Quizá este es mi futuro.
Un camino que tengo que aprender a enfrentar solo… o quizá acompañado.
Mientras guardaba mis papeles, me repetí algo que mi papá Itsuki siempre decía:
“La felicidad no sigue reglas.”
Por primera vez, consideré la posibilidad de creerlo.