"Nota: este capítulo sucede en una versión UA (universo alterno) por lo cual no afecta directamente a la historia."
Itsuki
Cuando era niño, Itsuki aprendió muy pronto que la Navidad no era algo que se celebrara… sino algo que se soportaba.
La casa olía a alcohol rancio y a comida recalentada. No había villancicos, ni risas, ni luces colgadas con cuidado. Solo órdenes secas, miradas duras y ese silencio pesado que se colaba entre las paredes como si también quisiera vigilarlo.
—No pierdas el tiempo con estupideces —le dijeron la primera vez que preguntó por Santa Claus.
Tenía siete años. Había escuchado en la escuela que Santa venía por la chimenea, que leía cartas, que dejaba regalos a los niños buenos. Sus compañeros hablaban de juguetes, de dulces, de pijamas nuevas. Itsuki escuchaba en silencio, con las manos escondidas bajo el pupitre, preguntándose qué se sentía creer de verdad en algo tan bonito.
En su casa no había árbol.
Pero el año que cumplió ocho, decidió hacer uno.
No uno grande ni bonito. Era apenas una rama torcida que había encontrado en el camino de regreso, con hojas secas todavía pegadas. La limpió como pudo en el patio, se cortó un poco los dedos, pero no dijo nada. Luego, cuando todos dormían, la metió a su habitación y la apoyó contra la pared, escondida detrás del mueble.
No tenía adornos, así que usó lo que encontró: hilo viejo, botones sueltos, un pedazo de papel rojo que había arrancado de una revista. Le parecía hermoso. Torcido, frágil… pero suyo.
Esa noche escribió su primera carta.
La hizo en un papel arrancado de un cuaderno viejo, con lápiz casi sin punta. Escribió despacio, cuidando cada letra como si Santa realmente fuera a leerla.
Querido Santa:
No sé si existes, pero si sí…
no quiero juguetes caros.
Solo quiero que no me peguen.
Prometo portarme bien.
La dobló muchas veces, hasta que quedó pequeñita, y la escondió muy adentro del árbol, entre la madera y la pared. Donde nadie la vería. Donde no se la podrían quitar.
Esa noche se durmió con una esperanza tímida, casi avergonzada.
La mañana de Navidad llegó como siempre: con gritos, con platos chocando, con reproches. Itsuki salió de su cama con el corazón acelerado, miró su rincón… y no había nada.
Ni regalo.
Ni nota.
Ni siquiera el papel.
Solo la rama seca, igual que siempre.
No lloró. Aprendió a no hacerlo.
Ese fue el año en que dejó de creer en Santa Claus.
Muchos años después, Itsuki estaba solo frente a una vitrina llena de luces navideñas baratas.
Tenía veintitantos, un departamento pequeño, paredes blancas sin cuadros y un trabajo que apenas le alcanzaba para pagar la renta y comer decente. Se había alejado de su familia hacía tiempo; no hubo despedidas dramáticas, solo un día en que decidió no volver.
La Navidad se acercaba y, por primera vez, nadie le dijo que no podía celebrarla.
Aun así, dudaba.
Se quedó mirando las luces parpadeantes con una sensación rara en el pecho. Parte de él quería darse la vuelta y fingir que era solo otro día más. Otra parte más pequeña, más terca quería intentar algo distinto.
—Es solo un árbol… —murmuró para sí mismo—. No puede hacerme daño.
Entró.
No compró mucho. Un arbolito artificial algo chueco, de esos que vienen doblados en una caja demasiado pequeña. Un par de esferas sencillas. Una guirnalda plateada que estaba en descuento. Luces cálidas, porque no le gustaban las demasiado brillantes.
Pagó contando monedas.
En casa, tardó más de lo que esperaba en armar el árbol. Se sentó en el suelo, en pijama, con el cabello suelto y música bajita de fondo. Cada adorno que colgaba lo hacía con cuidado, como si el árbol pudiera romperse si era brusco con él.
Cuando terminó, se quedó mirándolo.
No era perfecto.
Pero era bonito.
Y era suyo.
La idea le llegó sin avisar.
Una carta.
Soltó una pequeña risa, casi burlona.
—Qué ridículo… —se dijo—. Ya no eres un niño.
Se levantó para ir a la cocina… pero se detuvo a medio camino.
¿Qué perdía intentándolo?
Volvió, tomó una hoja limpia y un bolígrafo. Se quedó mirando el papel varios segundos. Esta vez no sabía qué pedir. No necesitaba juguetes. No esperaba milagros.
Solo escribió la verdad.
Querido Santa:
Sé que probablemente no existes.
Y está bien.
Pero si de verdad escuchas deseos…
este año solo quiero ser feliz.
Aunque sea un poco.
No firmó con apellido. Solo con su nombre.
Itsuki.
Dobló la carta con cuidado y la colocó bajo el árbol. No la escondió. No sintió vergüenza.
Esa noche, apagó las luces del departamento y dejó solo las del árbol encendidas. Se acostó en el sofá, abrazando una manta vieja, mirando el parpadeo lento y cálido.
Por primera vez en muchos años, la Navidad no dolía.
Y sin saberlo, en algún punto del mundo, su deseo por cumplirse.
Itsuki despertó con una sensación extraña en el pecho.
No era ansiedad. Tampoco miedo. Era algo más parecido a una expectativa tímida, como cuando uno abre los ojos antes de tiempo en un día importante sin recordar por qué.
Se sentó en el sofá, todavía envuelto en la manta, y lo primero que hizo fue mirar el árbol.
El papel no estaba.
Parpadeó una vez. Luego otra.
Se levantó despacio, como si el más mínimo movimiento pudiera deshacer lo que estaba viendo. El lugar bajo el árbol estaba vacío… excepto por una pequeña nota doblada con cuidado, apoyada contra el tronco artificial.
Itsuki la tomó con dedos temblorosos.
Era sencilla. Papel blanco. Escritura firme, pero amable.
Lo intentaré.
Nada más.
El corazón le dio un vuelco tan fuerte que tuvo que sentarse otra vez.
—No… —murmuró, negando con la cabeza—. No puede ser.