Cuando llego a casa siento los hombros tensos, por causa del peso del día entero. Extraño la antigua casa frente al mar; salir a caminar por la arena me ayudaba a despejar la mente. Aquí, en la ciudad, tengo que conformarme con el gimnasio. Las playas cercanas implican conducir durante horas y regresar de noche, lo que ya no resulta práctico.
Si mi madre no me hubiera insistido para que volviera a Vancouver, quizá nunca habría regresado. Me pidió que lo hiciera por Raia, para poder verla crecer y pasar tiempo con ella. En el fondo tenía razón. Paso demasiadas horas trabajando y mi hija necesita a su abuela, una figura en quien confiar, alguien que pueda guiarla en lo que yo no sé.
Dejo la chaqueta en el armario de la entrada y camino directo a la cocina. El departamento está en silencio, apenas roto por el zumbido del refrigerador y el sonido de mis pasos. A veces echo de menos el ruido del mar o el viento colándose por las ventanas abiertas. Aquí todo parece más cerrado, más contenido, con la ciudad observando a través del vidrio.
Abro el grifo y me sirvo un vaso de agua. El agua fría me devuelve algo de lucidez.
—Señor, ya llegó.
Giro la cabeza hacia Cinthia, la niñera.
—Sí. Me pasé en el gimnasio, por eso llegué más tarde de lo normal.
Ella niega con un leve gesto.
—No se preocupe. Guardé las sobras de la cena, por si quiere comer algo.
—No, gracias. Ya comí. ¿Raia?
Cinthia aparta la mano del refrigerador y me mira.
—Está dormida en la sala —frunzo el ceño—. Se quedó esperándolo. Dijo que quería contarle sobre un amigo nuevo de la escuela.
—Le avisé que llegaría tarde.
—Lo sé, pero insistió. Ya sabe cómo es.
Asiento con un leve movimiento. El cansancio pesa más que el remordimiento, aunque ambos se confunden.
—Está bien. Vaya a descansar. Yo la llevaré a su habitación.
—Buenas noches, señor Campbell.
Cinthia desaparece por el pasillo y yo me dirijo a la sala. La luz blanca del pasillo ilumina a Raia dormida en el sofá, abrazada a su conejo de peluche. Me acerco despacio y la observo unos segundos. Han pasado casi cuatro años desde que su madre se fue y todavía me duele verla tan parecida a ella. No tiene culpa de nada, lo sé, aunque a veces esa semejanza me obliga a mirar hacia otro lado.
Me agacho y acomodo un mechón de su cabello. Su respiración es tranquila, ajena a la complejidad del mundo. Debería haber vuelto más temprano, cenar con ella y acostarla antes de ocuparme de lo demás. Siempre digo que el trabajo puede esperar, pero nunca lo hace.
—Rai… —la llamo en voz baja y la muevo un poco, sin lograr despertarla.
Son casi las diez. No sé cuánto tiempo habrá esperado. Suspiro y la tomo en brazos con cuidado; su cabeza se acomoda sobre mi hombro sin que suelte el peluche. Camino despacio hasta su habitación. La acuesto en la cama, la cubro con la manta y apago la luz antes de salir.
De regreso en mi habitación, dejo las llaves y el reloj sobre la mesa. El teléfono suena justo cuando me dejo caer sobre la cama. Solo una persona llama a esta hora.
—Al fin me respondes.
—Mamá, estaba ocupado.
—Por eso te llamo ahora. Si lo hago durante el día, no contestas o dices que no puedes hablar. Cuando no estás trabajando, estás en otra cosa. Y no pasas tanto tiempo con tu hija como crees.
Apoyo la cabeza en la almohada y cierro los ojos. Su voz tiene ese tono familiar, mezcla de reproche y cariño que siempre consigue descolocarme. Sabe dónde presionar.
—No empieces.
—Tranquilo, no pienso discutir. El karma te alcanzará cuando ella ya no quiera pasar tiempo contigo.
Suelto un suspiro. No tengo energía para discutir, y menos a estas horas. Aun así, sé que responder con silencio solo la anima a continuar.
—Si llamaste para eso...
—No. Necesito que vayas con mi abogada y recibas un contrato de alquiler. No envíes a nadie. Sabes que no confío en los mensajeros.
Miro el techo y dejo que el silencio se extienda unos segundos antes de responder. Su nivel de desconfianza nunca deja de sorprenderme.
—¿Y por qué tengo que hacerlo yo?
—Porque eres mi hijo. Y sé que, aunque te niegues a admitirlo, me quieres y lo harás.
Paso la mano por el rostro. Mi madre tiene una habilidad especial para enredar cualquier favor en una capa de afecto manipulador.
—Está bien. Lo haré, pero no me pidas involucrarme con el arrendatario.
—Solo guarda el contrato hasta que vuelva.
Asiento sin decir nada. Ya sé que oponerse es inútil.
—¿A quién se lo alquilas esta vez? Espero que hayas elegido mejor. El último terminó en un desastre policial.
Ríe al otro lado de la línea, y durante un segundo, la tensión se disipa.
—Esta vez elegí bien. Una joven trabajadora, responsable y de buena reputación. Pedí referencias y son buenas. No repito errores.