Un deseo sorpresa

Capítulo 5: Skyler

Paseo por el departamento con una sonrisa que no me entra en la cara. No es grande ni pequeño; tiene el tamaño justo para alguien que cree que mientras más chico y minimalista sea el espacio, se tarda menos tiempo en limpiar. Y, siendo honesta, tampoco quería un departamento tan grande como para escuchar ruidos sospechosos sin saber de dónde vienen. En el anterior, una noche me entraron a robar, y a la vecina dos veces. Desde entonces, cada paso en el pasillo me sonaba a película de terror mal actuada.
Este lugar, en cambio, tiene cámaras, portero y vecinos que parecen competir por quién hornea mejor. Ya con eso me siento en una especie de civilización avanzada.

La vista me encanta. Es perfecta para sentarme en el balcón a escribir… o, siendo realista, a corregir los manuscritos ajenos mientras ignoro el mío.

Abro las ventanas y dejo que entre el aire primaveral de Vancouver. Huele a flores y a pan recién horneado que proviene del departamento de al lado.

A veces fantaseo con mudarme a la playa, escribir novelas mirando el mar y tener un bronceado literario. Pero luego recuerdo que no tengo ni pareja, ni gato, ni dinero para eso. Además, si algún día me caso y tengo hijos, vivir en la ciudad será más práctico. Aunque a este ritmo, lo único que voy a criar son plantas y frustraciones.

Tal vez debería adoptar un gato. Viper tiene a Lady Cleo, que parece un ser superior, y Lexy acaba de adoptar un perro llamado Rubio.

Lexy insiste en que un perro me obligaría a salir a caminar y despejar la mente. Viper dice que el gato me enseñaría independencia emocional. Yo opino que cualquiera de los dos me haría gastar en comida especial y juguetes que terminaría usando yo para desestresarme.

—¿Y qué te parece, Skyler? —me pregunta la señora Duff, la dueña, que me observa con los brazos cruzados y una sonrisa.

—Me encanta, señora Duff —respondo, sincera.

Junta las manos, satisfecha.

—Perfecto. No me digas señora Duff, dime Joana.

La sigo hacia la mesa donde tiene preparado el contrato. Joana, tiene esa energía de abuela elegante que lo ve todo, lo juzga todo y aun así te ofrece galletitas.

—¿Puedo tener mascota? —pregunto mientras me siento—. Un gato o un perro chico, prometo que no es del tipo destructor. No es algo seguro, pero quiero saber por las dudas que me deje convencer por mis amigas.

—Mientras no haga escándalos, no hay problema. La pareja del lado tiene un gato.

—Excelente. Soy muy cuidadosa con todo. Si algo se rompe, lo arreglo.

—Entonces, firmemos —dice con una sonrisa cómplice, y me pasa los papeles.

Mientras reviso el contrato, pienso que este momento se siente genial. Firmar un alquiler es como comenzar una nueva etapa, nueva vida y posibilidad de que mi heladera no haga ruido de dinosaurio. Sería más lindo tener un lugar propio para dejar de pagar alquiler, pero no he tenido la suerte de heredar propiedades como mis amigas y el dinero que llevo ahorrando no es suficiente para comprar algo. Pedir una hipoteca es demasiado.

Tal vez si pudiera salir de mi bloqueo y sacar otro best seller, podría comprar una casa. Al menos pude comprar un auto y cambiar muebles con mi libro anterior.

—Me sorprende que esté disponible —digo, firmando—. Por esta zona conseguir algo así es como encontrar estacionamiento gratis.

—El último inquilino fue un desastre. Terminé sacándolo con la policía y me juré no volver a alquilar sin referencias. Viper habló muy bien de ti.

—Ella no mezcla amistad con trabajo. Si fuera una inquilina terrible, te lo habría dicho. —Sonrío—. Pregúntale a su esposo.

Reímos las dos. Es agradable sentir que, al menos, la casera no da miedo.

—Hay cámaras, guardia, alarma… —explica mientras me entrega las llaves—. Y cualquier cosa, tienes mi número personal.

Las llaves tintinean en mi mano y la emoción me domina una vez más.

—Gracias. No tengo problema en que vengas a revisar cuando quieras. Trabajo mucho desde casa, y últimamente tengo la vida social de una planta de interior.

Ríe.

—Eso suena a mis hijos. Aunque el menor no sale casi, es muy hogareño.

Vamos hacia el ascensor, y justo cuando se abren las puertas, una adolescente rubia sale disparada.

—¡Papá, no exageres! ¡Y no le cuentes a mamá!

Detrás aparece un hombre alto, de jeans y remera, con expresión de padre que ya perdió tres batallas antes del desayuno.

—¿Qué no exagere? Que tu madre y yo no estemos en buenos términos no significa que no hablemos de ti.

La chica se planta frente a nosotras.

—Abuela, papá me odia.

¿Abuela? ¿Joana es la abuela?

El hombre suspira.

—Mamá, no la defiendas. Me llamaron de la escuela porque se estaba maquillando en el baño.

La adolescente pone cara de mártir.

—Papá no entiende que estoy creciendo. No es un crimen. Mamá me deja pintarme.

—Bueno, pero no en la escuela —dice su abuela, con voz dulce.




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