—¿Qué le puedo regalar a la abuela, mamá?
—Un perfume o un pañuelo. Yo le compré un kit de manicura para que se arregle las uñas. Lo envié por correo.
Asiento aunque ella no pueda verme. Estoy parada frente a un escaparate lleno de carteras, con el celular apoyado en la oreja y la otra mano jugueteando con la manija de mi bolso.
—Creo que iré por un pañuelo, algo delicado y coqueto.
—Tu abuela no espera regalos. Le alcanza con verte a ti.
—Lo sé, pero quiero llevarle algo bonito y que le guste.
—Ella estará feliz con solo verte, Skyler. Eres idéntica a tu padre y eso la hace sentir cerca de él.
Exhalo un suspiro que se pierde entre la gente.
—¿Tú no viajarás para su cumpleaños?
—No, me temo que no. Paul está muy ocupado y no puedo dejarlo solo.
Me muerdo el interior de la mejilla.
—Paul puede arreglárselas sin ti unos días. No solo podrías visitar a la abuela, también a tu única hija.
—Skyler, no empieces con eso. Voy a pensar que tienes algo en contra de él por la forma en que te expresas siempre que lo menciono. ¿Es por la diferencia de edad?
—No, mamá.
—Tú le agradas y a él le encantaría que pasemos tiempo de calidad los tres.
Ruedo los ojos y salgo de la tienda, evitando mencionar el verdadero motivo por el que no quiero ver a Paul.
—La abuela preguntó por ti la última vez. Ella siempre te ha querido como a una hija.
—Prometo que pronto las visitaré a ambas. Debo colgar porque aquí es tarde. Te amo.
—También yo, mamá.
Cuelgo y me quedo mirando el reflejo de mi cara en el vidrio. La relación con mi madre se agrietó desde que se casó con Paul. A veces me cuesta recordar en qué momento dejó de ser mi mamá para convertirse en su asistente de gira.
Pienso en cuando era chica y todo parecía más fácil. Mamá cocinaba los domingos aunque nadie tuviera hambre, solo porque decía que el olor del guiso hacía que la casa se sintiera viva. Papá se reía y decía que ojalá el guiso pudiera pagar las cuentas. Yo me sentaba en la encimera a verla cortar verduras mientras me peinaba con una trenza mal hecha. En ese entonces, si algo me preocupaba, bastaba con que ella me mirara y me dijera: «todo se arregla, Sky». Y se arreglaba.
Ahora la escucho hablar de Paul y tengo la sensación de que vive para que él no se rompa. Lo sigue por el mundo con su cámara, mientras yo me quedo en la distancia, viendo cómo se desvanece lo poco que quedaba de nosotras. Viper dice que tengo que dejar de tomarlo personal, que mamá solo teme quedarse sola, pero no quiero que se aferre a una persona, sino que sea libre.
Camino entre vidrieras intentando pensar en la abuela y no en Paul. Ella siempre fue distinta a todas las abuelas de mis amigas. Una mujer coqueta, divertida, fanática de los perfumes y los colores vivos. A los casi setenta y cinco años todavía se pinta las uñas y combina los labiales con las bufandas. Yo, en cambio, me conformo con estar presentable en el trabajo. En casa soy un desastre feliz con remeras viejas, shorts y el pelo atado de cualquier manera. Mamá siempre decía que heredé el descuido de papá, lo que probablemente sea su forma elegante de llamarme desaliñada.
Entro a una tienda de accesorios y reviso las bufandas. Quiero una que sirva para todo el año, pero me mareo entre tantas flores y estampados. Termino yendo a la sección de perfumería, donde todo brilla y huele caro. Tal vez un kit con crema, perfume y labial sea mejor idea.
Estoy leyendo etiquetas cuando escucho una voz áspera.
—¡Oye, niña, no andes tocando todos los productos! ¿Dónde están tus padres?
Giro la cabeza y veo a un empleado con cara de pocos amigos que le habla mal a una nena pequeña. Ella sostiene una bolsita de colitas de colores.
—Yo no toqué todos, solo estaba viendo cuáles son más lindas —responde la niña.
El hombre le toma del brazo.
—Te llevaré con seguridad.
Doy un paso al frente sin pensar.
—¿Oiga, con qué derecho le habla así? Es una niña.
—¿Usted es su madre?
—Sí, ella es mi mamá —dice la nena con total naturalidad.
La miro sorprendida, pero le sigo el juego. No quiero que el tipo le grite más.
—Ella solo estaba viendo que colitas son más lindas, no tocando todo como está diciendo. —le digo—. Si tanto duda, revise las cámaras —él frunce el ceño.
—No es necesario.
—Eso pensé. No todos los niños son una amenaza nacional.
Le sonrío y tomo a la niña de la mano. Nos alejamos y ella, feliz, le saca la lengua al empleado.
—Gracias —dice con una voz tan dulce que me desarma.
—¿Dónde están tus padres?
—Mi papá está trabajando y mi mamá ya no está —responde bajando la mirada—. Vine con mi abuela y mi prima, pero me aburrí. Solo quería unas colitas para mis muñecas.