Observo a la señorita Rowan, que luce consternada.
—No sabía que usara lentes de contacto.
Ella contrae la mirada y se aferra con fuerza a la bolsa que lleva en la mano.
—¿Por qué sabría eso? —ríe—. Ni que estuviera pendiente de mí.
Maldita sea… ¿por qué dije eso? Me aclaro la garganta, fingiendo serenidad, y aparto la vista hacia la estantería más cercana, fingiendo interés en cualquier cosa menos en sus ojos.
—Dudo que lo encuentre, comprese otros.
—Así lo haré… —responde con un dejo de ironía.
Regreso la mirada a ella.
—Por un momento pensé que quería evitarme.
—¿Yo? —se ríe con incredulidad—. ¿Por qué lo evitaría? Ni que fuera un cobrador de impuestos.
No puedo evitar sonreír. Tiene razón. Skyler Rowan no es de las que se intimidan ni de las que se esconden. Esa mujer tiene una calma peligrosa, sabiendo exactamente quien es. Y eso, de algún modo, me descoloca.
No debería estar aquí hablando con ella. Debería estar reuniéndome con mi madre y mi hija. Sin embargo, la pelirroja tiene algo que actúa como un imán. No grita, no provoca, simplemente existe… y ya es suficiente para desordenarme.
—Bueno, ya me voy. —Relame los labios, y ese gesto me golpea con fuerza, despertando emociones que creía extintas—. Nos vemos en el trabajo.
Se da la vuelta sin esperar respuesta. La observo alejarse, con esa seguridad despreocupada que solo tienen las mujeres que no buscan impresionar a nadie.
Estoy acostumbrado a que algunas mujeres me miren —la vecina, la cajera, incluso una empleada de la cafetería a la que suelo ir que suele exagerar las sonrisas—, todas intentando llamar mi atención. Skyler, en cambio, parece inmune. No es que me crea irresistible; nunca lo fui. No obstante, hay algo incómodo en que su indiferencia me importune más de lo que debería.
En el trabajo prefiero que me teman y mantengan distancia. Me da control, orden. Con Skyler sucede lo opuesto; ella me desordena con solo existir.
¿Será que mi hermano tiene razón y necesito “salir de la tumba”? Quizá sí. Últimamente mi vida se resume en trabajo, mamá, el gimnasio y mi hija. Nada más. Y, sin embargo, aquí estoy, revolviéndome el alma una pelirroja con olor a tinta y sarcasmo.
Dejo de pensar en ella y camino hasta donde me esperan. La primera en verme es mi hija, que se baja de la silla y corre hacia mí con una sonrisa de esas que disuelven el cansancio.
—Son para mis muñecas, papá —dice mostrándome un puñado de colitas de colores.
Le sonrío.
—Muy lindas. Seguro les quedan perfectas.
Saludo a mamá con un beso y a mi sobrina a la distancia, porque está en esa etapa en la que cualquier muestra de afecto adulto es una amenaza. A mí me viene bien; nunca fui bueno demostrando cariño más allá de los gestos necesarios.
Mi madre suele reprochármelo, aunque ella tampoco fue muy afectuosa. No me crió a base de abrazos, y ahora pretende que yo sea el tipo de padre efusivo que ella nunca fue. Ironías de la vida.
—Tomate un café mientras Raia termina su malteada —dice mamá.
Obedezco, más por vigilar que no se atragante que por ganas de cafeína.
—¿Y cómo les fue con las compras?
—Un señor me trató mal —responde Raia con aire ofendido—. Yo solo miraba colitas.
Me incorporo de golpe.
—¿Qué? ¿Cómo que te trató mal? ¿Quién fue?
—No dramatices —me reprende mi madre, tirando de mi brazo para que me siente—. Ya todo se solucionó.
Agarro su jugo y le doy un sorbo, tratando de disimular la tensión.
—Sí, mi mami falsa me ayudó —agrega Raia.
Me atraganto.
—¿Tu qué?
—Su mami falsa —interviene Lindsay con naturalidad—. La vecina de papá estaba ahí y defendió a Raia. Le dijo al señor que era su madre para no quedar mal, porque la abuela la perdió de vista.
Desvío la mirada hacia mamá, que se encoge de hombros.
—No me vayas a regañar —dice—. Fue un momento. Ella fue a otro pasillo y yo no la vi.
Raia alza la mano, pidiendo permiso para hablar.
—No salí de la tienda. Sé que no debo hacerlo. No me regañes ni la abuela.
Sonrío, vencido.
No puedo enojarme sabiendo cómo es Raia. Es curiosa, independiente, y a veces se me escapa de la vista por segundos que parecen eternos. Aquel día en que la perdí de vista casi me da un infarto. Estuve a punto de comprarle un arnés solo para no pasar por eso otra vez. Aun así, confío en ella porque sabe que no debe alejarse y que, si se pierde, tiene que buscar ayuda en un empleado o un guardia.
—No lo haré.
Lindsay, siempre directa, agrega:
—El punto es que queríamos que fuera tu novia, tío, para que Raia tuviera una mamá de verdad, pero ella dijo que no y se fue.