El plan del sábado era pasar tiempo con mi hija. Admito que no le he prestado demasiada atención y decidí cambiar eso, no solo porque todos parecían haberse puesto de acuerdo en recordarme que debía “dedicarle más tiempo”, como si la paternidad pudiera medirse por horas cronometradas o por la cantidad de helados que uno compra los fines de semana. Sin embargo, en lugar de estar en el parque o en el cine viendo una película infantil, estoy conduciendo hacia el departamento de mi hermano, porque su hija adolescente ha declarado la guerra a los adultos y su exesposa no contesta el teléfono.
Ruego a Dios que Raia no sea así cuando llegue a la edad de Lindsay, aunque, si soy honesto, lo dudo. Mi sobrina ya mostraba señales de carácter complicado desde que aprendió a hablar, y nadie en la familia se atrevió a corregirla. Mi hermano la malcrió por culpa y su exesposa por agotamiento, un combo perfecto para criar a una pequeña dictadora que, ahora que entró en la adolescencia, simplemente perfeccionó su arte. Y, como si eso fuera poco, mi hermano nunca supo lidiar con ella, porque su ex era quien se ocupaba de todo.
—¿Por qué tenemos que ir con el tío Joel? —pregunta Raia desde el asiento trasero, mientras apago el motor frente al edificio.
—Porque es mi hermano y tu abuela no responde el teléfono —le contesto, intentando sonar más paciente de lo que me siento.
Ella suspira y rueda los ojos.
—Parece un niño chiquito.
Evito reír. Hasta mi hija de seis años lo nota, y aun así mamá sigue convencida de que su hijo mayor es un adulto funcional.
Bajamos del auto, caminamos hasta la puerta y presiono el timbre. Escucho su voz mezclada con los gritos de Lindsay, que desde el fondo exclama que lo odia.
—Sube —responde con un suspiro resignado.
Raia me lanza una sonrisa curiosa.
—¿Lin está enojada con su papá?
—Más bien con el universo entero —murmuro, más para mí que para ella.
Prometo que solo subiremos un rato, tomaremos algo y nos iremos pronto. Si no fuera porque Raia atendió la llamada, habría hecho lo mismo que mamá y su ex: ignorarlo. Pero aquí estoy, demostrando una vez más que soy el hermano responsable, o al menos el que todavía no aprendió a decir que no.
Cuando salimos del ascensor, un cachorro labrador aparece de la nada, resbalando sobre el piso brillante antes de abalanzarse sobre mí con entusiasmo.
—¡Un perrito! —exclama Raia, soltando mi mano para dejarse caer al suelo y acariciarlo.
Lleva meses pidiéndome un perro y yo llevo meses postergando el tema con argumentos cada vez menos convincentes.
—Raia, no toques perros desconocidos.
—Pero, papá, ¡míralo! Es muy bonito.
Antes de responderle, escucho una voz femenina que proviene de las escaleras, un tanto agitada, llamando:
—¡Calcetín! ¡Ven aquí!
El cachorro se gira al instante y corre hacia el sonido, moviendo la cola con la alegría de quien ha sido perdonado. Y entonces la veo.
Una mujer aparece, con ropa deportiva demasiado grande que está más para la basura que otra cosa, el cabello pelirrojo recogido a medias en un moño desordenado y las mejillas sonrosadas por el esfuerzo. Tarda un segundo en recuperar el aliento, apoyando una mano en la pared antes de mirar hacia abajo.
Y a pesar del desorden, a pesar del sudor y de las gafas que le cubren medio rostro… la reconozco.
Porque esa mujer no se parece en nada a la señorita Rowan, la mujer impecable que cada mañana cruza la oficina con paso firme y una carpeta en la mano, con blusas planchadas, tacones que suenan a autoridad y el cabello perfectamente peinado. Y, sin embargo, aquí está, luciendo completamente diferente con un perro entre los brazos, sin perder del todo esa elegancia natural que ni el cansancio logra borrarle.
Por un momento pienso que estoy imaginando cosas, que el fin de semana me juega una broma visual. Sin embargo, es ella.
—¿Señorita Rowan? —pregunto, solo para confirmar lo evidente.
Ella se detiene en seco, parpadea y sonríe, sorprendida.
—Señor Campell… ¿qué hace aquí?
No alcanzo a responder. Raia, con su habitual falta de filtro, corre hacia ella y la abraza con fuerza.
—¡Mami!
El aire se me queda atrapado en los pulmones.
¿Acaba de llamarla “mami”?
Skyler se queda quieta un instante, sin saber qué hacer con los brazos, hasta que, lentamente, los rodea alrededor de mi hija. Hay en su gesto una mezcla de desconcierto y ternura que no conocía de ella.
—Raia… —dice en voz baja, separándola un poco para mirarla a los ojos—. No sabía que eras tú.
—¿La conoces, Raia? —pregunto, intentando entender qué diablos está pasando.
Mi hija asiente con la naturalidad de quien no acaba de revelar una bomba.
—Ella es mi mami falsa, papá. La que me ayudó a escapar del hombre malo en la tienda cuando la abuela me perdió de vista.
Siento cómo la mandíbula me cae.