Un Destino MÁgico

EL REENCUENTRO

El fin de semana había terminado y estaba de vuelta en la universidad. Mientras caminaba por los pasillos aún sentía en mi interior una emoción difícil de explicar, como si algo antiguo hubiera despertado dentro de mí.
Esa noche había soñado de nuevo. No era un sueño común; era uno de esos que parecen tan reales que al despertar cuesta recordar en qué tiempo vives.

Me vi a mí misma en otro lugar, en otro cuerpo. Era una princesa en la ciudad de Petra, envuelta en ropajes suaves y ligeros, caminando entre calles de piedra tallada. El aire era cálido y olía a especias y a arena. Frente a mí estaba un hombre. Sus ojos me miraban como si me conociera de toda la vida. Era un comerciante griego, fuerte y de sonrisa serena. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí una conexión profunda, como si el tiempo mismo se detuviera a nuestro alrededor.

No sabía quién era, ni por qué mi alma reaccionaba así, pero al despertar supe que ese sueño no era un simple invento de mi mente. Era algo más. Algo que llevaba mucho tiempo dormido en mi interior.
Y ahora, mientras me perdía entre libros y clases, esa sensación no me abandonaba. Algo había cambiado en mí. Algo que, aunque no lograba entender del todo, me hacía sentir más viva que nunca.

Mientras dejaba que mis pasos me guiaran sin rumbo fijo, aún atrapada en la bruma del sueño, una voz familiar me arrancó de golpe de ese mundo lejano.

—¡Maya! —gritó Emma, agitándome una mano frente a los ojos—. ¿En qué planeta estás? ¡Te llevo llamando un rato!

Parpadeé, volviendo de a poco al presente, al bullicio de la universidad, al crujido de las hojas bajo los pies, al murmullo de los estudiantes a nuestro alrededor.

—Perdón —murmuré, esbozando una sonrisa—. Me quedé pensando en... cosas.

Emma, mi compañera de habitación y amiga incondicional desde que llegamos aquí, me miró de arriba abajo con una ceja arqueada.

—¿Cosas o alguien? —bromeó, dándome un codazo.

Reí suavemente, aunque no tenía palabras para explicar lo que realmente había sentido. No era un "alguien" en el sentido en que Emma lo imaginaba. Era mucho más antiguo, más profundo... algo que ni yo misma alcanzaba a comprender del todo.

—Solo soñé algo raro —me limité a decir.

Emma, con su energía inagotable, no le dio mayor importancia. Me pasó un brazo por los hombros y me arrastro hasta la clase.

—Vas a necesitar estar bien despierta —rió—, porque hoy tenemos una clase práctica.

Asentí, dejando que su entusiasmo me contagiara poco a poco.
Sin embargo, en el fondo de mi pecho, la sensación de aquel encuentro en Petra seguía latiendo, como un eco imposible de apagar.

La semana transcurrió más rápido de lo que esperaba, entre clases, tareas y conversaciones distraídas con Emma.
Pero en el fondo de mi ser, seguía latiendo esa sensación extraña y luminosa, como una melodía que no podía dejar de oír aunque nadie más la escuchara.

El viernes llegó, y con él, una inesperada ansiedad que no lograba explicar. Algo iba a pasar. Lo sentía en la piel, en el pecho, en cada latido de mi corazón.

Cuando terminó mi última clase, recogí mis cosas despacio, intentando alargar ese momento.
Emma ya había salido corriendo a su cita de la tarde, y yo me quedé sola en el aula vacía, guardando los apuntes con una lentitud casi ridícula.

Entonces, lo sentí.
Una presencia.
Me giré despacio, y allí estaba él.

Apoyado contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados y una leve sonrisa en los labios, estaba Nereo.
El chófer que mi madre había contratado para que me recogiera.
Pero en ese instante, yo supe —supe de una manera que no se puede explicar con palabras— que no era solo el chófer.
Era él.
El hombre de mis sueños.
El comerciante griego de Petra.
Mi amor perdido a través de los siglos.

Nuestros ojos se encontraron, y fue como si el tiempo se detuviera.
Una oleada de recuerdos, de emociones, de algo tan antiguo y tan fuerte que me dejó sin aliento, nos envolvió a los dos.
Por un instante no hubo universidad, ni viernes, ni presente. Solo estábamos él y yo, reconociéndonos en el alma, más allá de la lógica y de los años.

Nereo dio un paso hacia mí, y su voz, grave y cálida, rompió el silencio.

—Maya —dijo, como si pronunciara un nombre sagrado.

Sentí que algo en mi interior se iluminaba.
Una parte de mí que había estado dormida durante siglos, despertaba al escuchar su voz.
Sonreí, incapaz de contener la emoción, y supe que no estaba loca.
Supe que todo era real.

—Hola, Nereo —respondí, apenas en un susurro.

Y en ese saludo sencillo, sellamos el reencuentro de dos almas que jamás se habían olvidado.

Salimos del edificio juntos, sin decir mucho al principio.
El aire de la tarde era suave, lleno de ese rumor de hojas y viento que acompaña los momentos importantes sin hacer ruido.

Nereo abrió la puerta del coche para mí con una delicadeza casi reverente, y cuando nuestras manos se rozaron, un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo.
Él también lo sintió, lo vi en sus ojos. Esa chispa. Ese reconocimiento silencioso.

Durante el trayecto, casi no hablamos. No hacía falta.
La presencia del otro llenaba todo el espacio, como si hubiéramos esperado vidas enteras para reencontrarnos en este preciso instante.

—¿Te gustaría cenar algo antes de ir a casa? —preguntó de pronto, rompiendo la quietud con su voz grave y cercana.

Asentí, sin dudarlo.
Era como si mi alma supiera que debía decir que sí, que ese encuentro no era casual.

Fuimos a un pequeño restaurante al borde de la ciudad, uno de esos lugares acogedores donde todo parece transcurrir a un ritmo distinto.
Nos sentamos junto a una ventana, y durante unos segundos, nos limitamos a mirarnos en silencio, como si estuviéramos leyendo historias antiguas en los ojos del otro.

Fui yo quien rompió finalmente el silencio, empujada por la necesidad de compartir lo que había guardado dentro tanto tiempo.



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En el texto hay: misticismo, aventura magia y amor

Editado: 12.05.2025

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