No recuerdo casi nada de lo que se dijo en clase esa mañana.
Las palabras del profesor flotaban sobre mí como si llegaran desde muy lejos. Vi sus labios moverse, vi a Emma tomar apuntes con su letra ordenada, pero yo… yo no estaba allí. Estaba en Petra. En aquella terraza de roca tallada, en la sala subterránea, en los ojos de Leandros.
Apreté la tapa del cuaderno sin haber escrito ni una sola palabra. Mi mente volvía una y otra vez al símbolo, al sonido de su nombre, al libro en sus manos. A la certeza de que eso no había sido un simple sueño.
Cuando terminó la clase, esperé a que Emma se adelantara. Caminaba hablando con otra chica, sin notar que yo iba unos pasos más atrás, con el corazón apretado. En cuanto giraron la esquina, me detuve bajo un olivo del jardín interior, donde el sol se filtraba en rayas y la piedra conservaba el frescor de la sombra.
Saqué el teléfono. Dudé un segundo.
Nereo.
Llamé.
Tardó unos segundos en contestar.
—¿Maya?
—Hola… ¿puedes hablar?
—Claro. ¿Estás bien?
Miré a mi alrededor. Estaba sola. Nadie me oía.
—Necesito verte. Hoy. Es… importante. Es sobre el libro. Y sobre un sueño que tuve anoche.
Uno que creo que no fue solo un sueño.
Hubo un silencio al otro lado. Corto, pero lleno de algo que no supe nombrar.
—¿Dónde estás?
—En el jardín de la facultad. Cerca del pasillo sur. Donde están los olivos.
—Llego en diez minutos.
Colgué.
Y de pronto me di cuenta de que estaba temblando.
Nereo llegó sin que yo tuviera que levantar la vista. Sentí su presencia antes de verlo. Se sentó a mi lado, en silencio, como siempre hacía cuando sabía que yo necesitaba hablar primero.
Respiré hondo. El aire olía a hojas secas, al sol caliente sobre la piedra.
—Anoche… soñé otra vez —dije finalmente.
No lo sorprendí. Solo me miró con esos ojos que todo lo escuchan.
—Pero fue distinto esta vez. Más nítido. Más real que nunca.
Hice una pausa, buscando las palabras.
—Ya me había visto allí antes, en Petra. Ya sabía que no era solo una turista, que… era una princesa. Lo hablamos. Lo sentí desde el principio. Pero anoche… vi más.
Cerré los ojos un segundo. La imagen aún estaba ahí: los corredores de piedra, la voz susurrando mi nombre, el roce de una mano que conocía como si fuera parte de mi piel.
—Supe su nombre —murmuré—. El tuyo. En aquella vida. No eras Nereo entonces. Te llamabas… Leandros.
La palabra flotó entre nosotros como una pluma suspendida en el aire.
Él no se movió, pero sentí la tensión en su cuerpo. Como si esa sílaba le tocara algo antiguo y olvidado.
—¿Lo recuerdas? —pregunté.
Asintió muy despacio.
—No lo había dicho en voz alta. Pero sí… Ese nombre me ha rondado en sueños. No sabía si era mío o de alguien cercano. Ahora lo sé.
Lo miré. Había un brillo diferente en sus ojos. No era sorpresa. Era reconocimiento.
—En el sueño —continué—, había un brazalete con el símbolo del libro. Lo llevaba puesto. Y tú… tú me estabas esperando en una sala escondida, bajo el templo. Me hablaste como si no hubiéramos estado separados ni un solo día.
Mi voz tembló un poco. Apreté las manos.
—No fue solo un recuerdo. Fue como si todo… volviera a activarse. Como si ese nombre lo despertara todo. A ti. A mí. A nosotros.
Él no respondió enseguida. Solo tomó mi mano, despacio, como si la reconociera por segunda vez.
—Entonces… estamos más cerca —susurró.
Asentí.
—Sí. Mucho más.
El aire olía a lavanda y tierra húmeda. Las ramas del olivo crujían suavemente sobre nuestras cabezas, filtrando la luz en pequeños destellos dorados. Un pájaro cantó a lo lejos, como si celebrara este reencuentro que aún no sabíamos cómo nombrar.
Nereo me miró, y en su mirada no había duda, solo un eco antiguo. Se inclinó hacia mí con una lentitud reverente, como si cada segundo contuviera siglos de espera.
Y entonces me besó.
Fue un beso suave al principio, cargado de reconocimiento y de una ternura que me quebró por dentro. Luego más profundo, como si nuestras bocas recordaran lo que nuestras mentes aún no entendían del todo. El tiempo se detuvo bajo el olivo, y por un momento no fuimos ni Maya ni Nereo, ni pasado ni presente. Solo una misma historia reencontrándose.
Al separarnos, quedamos con las frentes juntas, respirando el mismo aire.
—Tenemos que saber la verdad —dije, aún con los ojos cerrados.
—Sí. Sobre el libro. Sobre lo que nos pasó. Todo.
—Mi Nana puede ayudarnos. Este fin de semana… en mi casa. Tú y yo. Los tres. Tenemos que averiguar más sobre nuestra vida pasada y juntos.
Él asintió.
—Lo que sea que encontremos… no quiero hacerlo sin ti.
—Ni yo sin ti.
Nos miramos una vez más, como si el olivo hubiese sido testigo de todos nuestros encuentros anteriores, incluso los que no recordábamos.
Y así, con la promesa de un fin de semana que podía cambiarlo todo, nos levantamos del banco de piedra. El viento susurró entre las hojas, llevándose nuestras palabras, pero dejando intacto lo que realmente importaba.
Nos despedimos en la entrada principal del jardín botánico. El cielo comenzaba a teñirse de tonos ámbar, y el aire del atardecer se volvía más fresco, más denso, como si también él supiera que algo había cambiado entre nosotros.
—¿Estás bien para volver sola? —preguntó Nereo, acariciando mi mejilla con el dorso de los dedos.
—Sí —respondí con una sonrisa apenas contenida—. Nos vemos el viernes.
—A las seis paso a buscarte —dijo, con esa firmeza suave que a veces se le escapaba.
Asentí.
—Y trae el libro.
Él asintió, con una media sonrisa.
Durante un instante más, nuestras miradas se aferraron la una a la otra, como si costara separarlas. Luego se dio la vuelta y se alejó, cruzando el sendero entre los árboles.