El cielo del viernes estaba cubierto de nubes bajas, de esas que no terminan de decidirse entre quedarse o llover. El aire olía a tierra húmeda y hojas viejas. Cuando vi el coche de Nereo aparcado junto al edificio antiguo de la facultad, sentí un cosquilleo en el estómago. No de nervios. De algo más profundo. Antiguo. Como si no lo estuviera viendo por primera vez.
Bajé los escalones despacio, con la mochila al hombro y el viento jugando con mi pelo. Él se bajó del coche al verme. No nos sonreímos del todo, pero nuestras miradas se buscaron como si hiciera días —o siglos— que no nos veíamos.
—¿Lista? —preguntó, sin moverse del sitio.
—Sí —dije, y cuando pasé junto a él, nuestras manos se rozaron apenas, como por accidente. Pero no lo fue.
Al entrar en el coche, lo vi. Estaba envuelto en una tela oscura, descansando en el asiento entre nosotros como si fuese una presencia más.
—¿Es…?
—Sí. No lo he abierto desde la última vez —dijo en voz baja—. Está… quieto. Aunque a veces siento que no del todo.
Asentí.
—Yo también he sentido cosas. Como sueños. O recuerdos que no son míos. Voces, incluso. Como si el libro intentara hablar… pero bajito, como desde lejos.
Él me miró, y no dijo nada. Pero sé que me creyó.
Durante el trayecto, la ciudad se fue diluyendo detrás de nosotros. Las casas, el ruido, los semáforos… todo quedó atrás. La carretera se hizo más estrecha, más curvada, y el paisaje cambió por campos ya apagados, líneas de árboles, colinas suaves. Miré por la ventanilla y me dejé llevar. Había algo en ese viaje que me resultaba inevitable. Como si no fuera solo un traslado físico, sino algo más.
Cuando llegamos a casa de mi madre, ya estaba cayendo la tarde. Las ventanas brillaban con esa luz dorada que siempre me había parecido casi mágica. Carmen abrió la puerta antes de que tocáramos el timbre. Como si supiera que ya estábamos allí.
—Entrad. La casa os estaba esperando —dijo.
No sonrió, pero sus ojos brillaban. La abracé sin decir nada. Olía a lana, a lavanda y a infancia. Nereo la saludó con un gesto breve, respetuoso.
—¿Lo traéis? —preguntó Carmen, y miró directamente al bulto en las manos de Nereo.
Él asintió y le entregó el libro, aún envuelto. Carmen lo sostuvo como si cargara con un animal dormido, algo que pudiera despertar si se le hablaba demasiado alto.
—Lo pondremos en el estudio. Tiene que respirar un rato antes de que lo abramos —dijo.
—¿Respirar? —repetí, algo sorprendida.
—Todo lo que guarda memoria necesita espacio para ser oído —respondió ella sin mirarnos.
El estudio seguía oliendo a madera antigua y a café seco. Los libros llenaban las paredes, y la lámpara que colgaba del techo proyectaba una luz cálida, con sombras alargadas que parecían moverse por cuenta propia.
Carmen colocó el libro en el centro de la mesa redonda, aún envuelto. Cerró las cortinas, encendió una vela junto a la ventana y se sentó frente a nosotros.
—Esta noche lo abriremos. Pero no todos al mismo tiempo. El libro escoge.
Sentí un escalofrío.
—¿Cómo que escoge? —pregunté, bajando un poco la voz.
—Lo sabré cuando lo abra —dijo ella.
Miré a Nereo. Él no parecía sorprendido. Solo estaba… alerta. Como si algo dentro de él también hubiera despertado.
Fuera, el viento comenzó a agitar las ramas de los árboles. El cristal de la ventana vibró apenas. En la penumbra, el libro dormía sobre la mesa, pero yo ya sentía que algo se había puesto en marcha.
Y que nada, desde ese momento, volvería a ser igual.
Miré a mi nana Carmen y noté algo en ella diferente nunca pensé en los años que llevo conociendola, es decir toda la vida, que Nana fuera tan especial y que le gustara tanto el misterio.
Estábamos sentados en el estudio desde hacía apenas unos minutos, en ese silencio raro que no incomoda, pero que lo envuelve todo. Carmen seguía observando el libro como si escuchara algo que ni Nereo ni yo éramos capaces de oír todavía. Yo mantenía las manos entrelazadas sobre el regazo, intentando no mirar demasiado el bulto oscuro que reposaba sobre la mesa.
Entonces escuchamos la puerta de entrada abrirse.
—¿Carmen? —La voz de mi madre resonó con naturalidad desde el recibidor—. He dejado el coche en la calle de abajo. Hay demasiado jaleo por aquí hoy.
Carmen no se movió, pero su expresión cambió sutilmente. Como si lo hubiera estado esperando también.
—Estamos en el estudio —dijo, sin alzar mucho la voz.
Pasaron unos segundos, y luego los pasos suaves de mi madre se acercaron por el pasillo. Llevaba una bolsa de tela al hombro y el cabello recogido a toda prisa, con mechones sueltos pegados a la frente por el calor del día. Al verme, sonrió con calidez.
—¡Maya! —Se inclinó para darme un beso—. ¿Cómo estás, hija?
—Bien, mamá —dije, devolviéndole el gesto.
Miró a Nereo, que se puso de pie para saludarla. Ella le dedicó una sonrisa leve, pero genuina.
—Hola, Nereo. Me alegra verte de nuevo.
—Igualmente, señora —respondió él con respeto.
—Nada de “señora”, por favor —dijo, y soltó la bolsa junto a la puerta—. Me han atrapado en una despedida de soltera exprés. Silvia, mi amiga de la infancia… se casa por tercera vez. Una locura. Pero ya sabes cómo es ella.
Sonrió y se acercó a la mesa. Su mirada fue directamente al libro, como si ya supiera que estaba allí, como si pudiera olerlo desde la entrada. Se quedó de pie, con las manos apoyadas en el respaldo de una silla.
—Así que es este —dijo en voz baja.
Nadie le respondió. No hacía falta. La habitación se volvió más densa, como si el aire se cargara con algo invisible.
—Me has contado muchas cosas, Maya —añadió, mirándome con una mezcla de ternura y preocupación—. Y aunque me cueste entenderlo todo, creo que parte de lo que sientes… también lo he sentido yo alguna vez.
Me sorprendió. No por sus palabras, sino por el tono en que las dijo. Como si ella también arrastrara secretos, o intuiciones que nunca había compartido del todo.