—Debemos ir a Petra —dije, sin pensarlo demasiado.
Las palabras me sorprendieron a mí misma, pero al salir de mi boca supe que eran verdad. No era una idea. No era un capricho. Era una certeza que venía de muy atrás, como una voz antigua despertando dentro de mí.
Nereo me miró en silencio. No parecía desconcertado, ni siquiera sorprendido. Solo asintió, como si ya lo hubiera sabido antes de que yo lo dijera.
—Lo sabía —susurró—. El libro nos ha llevado hasta aquí. Petra nos espera.
Me temblaron las manos. No era miedo. Era algo más profundo, un vértigo extraño, como si la decisión de ir allí me estuviera devolviendo al lugar al que siempre había pertenecido.
El viaje no tardó mucho en organizarse. Un par de días después, el avión nos llevó directo a Jordania. Pasé casi todo el vuelo con la frente apoyada en la ventanilla, observando el cielo cambiante, mientras mi corazón latía con fuerza irregular, como si reconociera que cada minuto nos acercaba al origen.
Cuando por fin descendimos en Ammán, el aire cálido y seco nos envolvió al salir del aeropuerto. Olía a tierra, a especias, a algo que me resultaba extrañamente familiar.
—Es distinto —dije, mirando el horizonte rojizo.
—Sí —respondió Nereo, tomando mi mano—. Pero a la vez, no.
El camino hasta Petra fue largo. Atravesamos carreteras desiertas, campos polvorientos, aldeas que parecían detenidas en el tiempo. Cada curva, cada colina, me daba la sensación de estar arrancando velos de mi propia memoria. Como si la distancia entre el presente y el pasado se fuera acortando.
Cuando por fin llegamos al desfiladero del Siq, me detuve. El estrecho cañón de piedra rojiza se alzaba frente a nosotros, enorme y silencioso, como una herida abierta en la montaña. Apoyé la palma de mi mano sobre la roca. Estaba caliente, rugosa. Y en cuanto la toqué, un escalofrío me recorrió el cuerpo.
—Es aquí —susurré.
Nereo se quedó a mi lado. No me preguntó nada. Solo me rodeó con un brazo, como si supiera que estaba temblando.
—¿Lo sientes? —dijo.
Asentí. Mis ojos comenzaron a humedecerse sin razón aparente.
—Es como si las piedras me recordaran.
Avanzamos despacio por el Siq, las paredes rojizas estrechándose sobre nosotros, como si quisieran obligarnos a pasar. El eco de nuestros pasos sonaba antiguo, demasiado profundo. No era solo el presente: era la memoria misma resonando.
Y entonces, de golpe, lo vi.
El Tesoro apareció ante nosotros, majestuoso, su fachada rosada iluminada por la luz del mediodía. Tan inmenso, tan perfecto, que me dejó sin aliento.
Me llevé una mano al pecho. La respiración se me cortó. No lo estaba viendo por primera vez. Lo recordaba. Lo había visto ya, bajo otro cielo, con otro vestido, en otra vida.
Me temblaron las rodillas. Nereo me sostuvo por la cintura.
—Estás en casa —me dijo en un susurro.
Y en ese instante, lo supe: no era un viaje. Era un regreso.
Mis pasos me llevaban como si supiera exactamente dónde ir. El sol caía sobre la piedra rojiza, y cada rincón parecía querer hablarme en un idioma que mi alma reconocía.
Atravesamos la explanada frente al Tesoro, pero yo no podía dejar de mirar hacia los pasajes que se abrían a los lados, como si algo me llamara desde allí.
—Por aquí —murmuré, sin pensarlo.
Nereo me siguió en silencio. Caminamos hasta llegar a un pequeño mirador natural desde donde se extendía el valle. El viento levantaba polvo dorado, y el horizonte parecía un mar de piedra infinita.
Y entonces ocurrió.
El aire cambió. El calor desapareció. El sonido del presente se apagó.
Me vi a mí misma, con una túnica blanca bordada en oro, el cabello recogido con diademas. Estaba en el mismo lugar, pero siglos atrás. A mi lado, él. Más joven, con piel bronceada por el sol y el porte de un viajero griego. Sus ojos eran los mismos que ahora me miraban: los de Nereo.
Yo reía. Le entregaba un collar trenzado con hilos rojos.
—Es un talismán —decía mi voz antigua—. Para que vuelvas siempre a mí.
Él me besaba la frente, susurrando mi nombre:
—Malkul al-Maya.
El recuerdo se quebró en un destello de dolor. Vi sombras. Soldados que nos buscaban. Mi propio padre enojado. Y el miedo en sus ojos cuando me apretó contra su pecho.
Parpadeé y regresé al presente, con el corazón desbocado. Me llevé una mano al rostro: estaba llorando.
Nereo me abrazó fuerte.
—¿Qué has visto?
—A nosotros —dije, casi sin voz—. Aquí mismo. Amándonos en secreto. Como si la piedra lo hubiera guardado todo.
Él cerró los ojos, y por un instante supe que también había sentido algo, aunque distinto.
—Entonces Petra no es solo tu casa —susurró—. También es la mía.
El viento sopló más fuerte, arrastrando arena, como si la ciudad quisiera abrirnos sus puertas. Y en ese momento lo comprendí: lo que habíamos venido a buscar no era solo el pasado. Era el puente entre lo que fuimos y lo que todavía podíamos ser.
El guía turístico había quedado muy atrás. Apenas quedaban unos visitantes dispersos bajo el sol del desierto. Nereo y yo caminamos solos hacia la zona alta, donde las rocas se abrían en formas caprichosas. Mis pies parecían saber el camino, como si una fuerza invisible me arrastrara.
Llegamos a la llamada Tumba de los Reyes, una fachada inmensa tallada en la piedra, con columnas severas y un silencio casi sagrado. Me quedé quieta frente a ella, con el corazón acelerado.
Apenas la vi, un estremecimiento me atravesó. Mis rodillas se doblaron, y tuve que sostenerme de la pared de roca. El aire cambió otra vez. El presente se desdibujó.
Y entonces lo recordé.
Estaba de noche. El patio iluminado por antorchas. Yo, escondida tras un muro, escuchando voces furiosas. Mi padre, el rey, alzando la voz contra los consejeros.
—Ese mercader griego es una amenaza. No podemos permitir que manche la sangre real. Si vuelve a acercarse a mi hija, pagará con su vida.