Sabíamos que nos seguía. No era una sensación: era una certeza. Cada sombra que se movía a lo lejos, cada reflejo en la roca, nos recordaba que el consejero con el anillo estaba allí. Petra, hermosa y silenciosa, se convertía en un laberinto de memorias y vigilancia.
—No podemos apartarnos —dijo Nereo, tomando mi mano mientras avanzábamos por un pasillo de piedra—. Pero tampoco podemos dejar de explorar. Este lugar guarda las respuestas.
Asentí. Mi corazón latía con fuerza, mezclando emoción, miedo y algo que no podía nombrar del todo. Petra me estaba mostrando lo que había sido y también lo que todavía podía ser.
A cada paso, los recuerdos me golpeaban como oleadas. Me vi a mí misma caminando por estos mismos senderos, siglos atrás, con un vestido blanco y las joyas de princesa que me identificaban como Malkul al-Maya. Y él, Leandro, mercader griego de Andros, siempre a mi lado, siempre protegiéndome, siempre mirándome con esa intensidad que ahora me llenaba de calor y vértigo.
—Mira esto —dije, señalando un grabado en la roca que apenas se distinguía bajo la arena y el sol—. La serpiente. El mismo símbolo que vimos en la tumba.
Nereo se inclinó a mi lado, sus labios rozando mi oído.
—Todo está conectado —susurró—. Cada recuerdo, cada piedra, cada sombra que nos sigue. Pero estamos juntos. Y mientras lo estemos, no podrá con nosotros.
Me abrazó por la cintura y sentí que su pecho se apoyaba en mi frente. La mezcla de miedo y seguridad me hizo cerrar los ojos un instante. Sus brazos eran un refugio en medio del misterio, un puente entre mi pasado y el presente.
Mientras avanzábamos, Petra se abría a nuestros ojos con secretos antiguos: corredores escondidos, grabados que relataban ceremonias, fragmentos de paredes donde se adivinaba la historia de la princesa y su mercader. Cada descubrimiento nos acercaba más a la verdad, pero también a él, al hombre del anillo, cuya presencia se sentía en cada sombra que nos rozaba desde lejos.
Decidimos subir a un mirador natural, desde donde se veía todo el valle. El viento levantaba polvo dorado y, por un instante, Petra parecía un puente entre tiempos: nuestro pasado y nuestro presente. Me apoyé en su pecho, y susurré:
—Estoy asustada.
—Lo sé —dijo él, apretándome contra su pecho—. Pero no importa lo que venga. Ahora estamos juntos, y no voy a dejarte.
Cerré los ojos y sentí que el mundo podía desaparecer a nuestro alrededor. Sus brazos me sostenían como si fueran una muralla, y el calor de su cuerpo me recordaba que el amor que compartíamos no tenía fecha ni límite.
Volvimos a caminar por los senderos de Petra, y mis recuerdos se hicieron más claros. Vi una sala amplia, iluminada por antorchas, donde mi padre discutía con el consejero. Su mano llevaba el anillo. Sus ojos brillaban con frialdad. El miedo y la ira en el rostro de Nereo eran los mismos que había visto en su última vida.
Abrí los ojos en el presente, jadeando.
—Está aquí —susurré—. Nos sigue.
Nereo me rodeó con un brazo, guiándome hacia una pequeña grieta que conducía a un corredor casi oculto.
—Nos dará ventaja —dijo—. Podemos estudiar los grabados, buscar pistas. No nos perderá de vista, pero tampoco lo haremos nosotros.
El corredor estaba lleno de inscripciones antiguas. Reconocí nombres, símbolos, y sobre todo… historias que se repetían. Cada línea me hablaba de nosotros, de lo que habíamos sido y de lo que seguíamos siendo.
—Mira —dije—. Esto habla de un mercader griego y de una princesa de Petra. Somos nosotros… otra vez.
Nereo me sostuvo la cara con las manos, mirándome a los ojos.
—Cada vez que te veo, Maya, siento que no importa el tiempo ni el peligro. Todo vale la pena si estamos juntos.
Nos besamos de nuevo, esta vez más lento, como si quisiéramos memorizar cada instante. Petra, el viento, las sombras del consejero… todo desapareció por un momento. Solo existíamos nosotros, suspendidos entre pasado y presente.
Cuando nos separamos, respirando juntos, sentí que la certeza de nuestra conexión nos daba fuerza para enfrentar lo que viniera. Petra nos había mostrado recuerdos, símbolos y secretos… pero también nos recordaba que mientras estuviéramos juntos, nada podría rompernos.
Desde la distancia, entre las piedras y las sombras, sentí la mirada del consejero. Sabía que nos vigilaba, pero ahora no me importaba el miedo. Lo que importaba era Nereo, su brazo alrededor mío, su calor, su voz susurrando:
—Siempre juntos.
Y con esa promesa, supe que estábamos listos para enfrentarlo.
El viento levantaba remolinos de polvo mientras avanzábamos por un corredor estrecho. Petra parecía un laberinto que nos absorbía, sus piedras hablaban y nuestras sombras se entrelazaban con los recuerdos antiguos.
—Siento que se acerca —susurré, pegándome a la pared.
Nereo asintió, presionando mi mano.
—Sí… está más cerca que antes. Debemos mantener la calma y seguir adelante.
Seguimos un sendero que descendía suavemente hasta un patio oculto, cubierto de inscripciones que apenas podían leerse entre la arena y la luz del sol poniente. Mis dedos recorrieron los grabados y de repente me detuve: un sello tallado en la piedra, idéntico al anillo de la serpiente que había visto tantas veces, pero esta vez acompañado de un nombre, grabado con precisión: Cassius.
—Es él —dije, tragando saliva—. Este es su nombre. En esta vida también.
Nereo se inclinó a mi lado y susurró:
—Cassius… igual que en otra vida. Nada ha cambiado, excepto que ahora sabemos cómo enfrentarlo.
Sentí un escalofrío recorriéndome la espalda. Desde la distancia, una figura se movía entre las sombras del corredor. Sabía que era él: Cassius, el hombre del anillo, siguiendo cada uno de nuestros pasos. Sus movimientos eran cautelosos, calculados, y la luz hacía brillar el oro de su dedo.