El amanecer en Petra tenía algo de sueño antiguo.
El sol se filtraba entre los muros de piedra, tiñendo todo de un rojo suave, casi dorado. El aire olía a tierra seca y a silencio. Caminábamos despacio, Nereo delante, yo detrás, con la mochila a la espalda y el corazón todavía acelerado por lo que habíamos vivido la noche anterior.
El libro seguía guardado, pero su presencia era casi física. Como si respirara dentro de mi bolso.
Cada tanto, sentía un pulso. Una vibración. Un llamado.
—Por aquí —dijo Nereo, señalando una grieta que apenas se veía entre dos muros de arenisca—. Hay algo más allá.
Lo seguí. Las rocas formaban un corredor estrecho, tan ajustado que apenas pasábamos de lado. El silencio era tan denso que hasta nuestros pasos parecían susurrar.
Y entonces lo sentí.
No era solo el viento. Era alguien.
Una presencia.
Una mirada que se clavaba en la espalda como un cuchillo.
—Nos sigue —murmuré.
Nereo se giró de golpe, con el ceño fruncido.
No había nadie. Solo el eco del desierto.
—Lo sé —respondió con calma tensa—. Cassius.
Su nombre cayó entre nosotros como una piedra en el agua. El aire pareció enfriarse.
Avanzamos más rápido. La grieta nos condujo a un pequeño claro, donde el sol caía directo sobre una pared de piedra tallada con antiguos símbolos nabateos. Entre ellos, una figura que me hizo contener el aliento: una serpiente mordiéndose la cola, rodeando un círculo con inscripciones.
—Este símbolo... —susurré, acercando la mano—. No es solo un emblema. Es una puerta.
Nereo me miró.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sé —respondí, con voz baja—. Pero lo siento. Lo recuerdo.
Apoyé la palma en la piedra, y por un instante, el mundo se volvió luz.
Una visión fugaz me atravesó: yo misma, vestida de lino, caminando por esos mismos pasillos siglos atrás. Y a mi lado, Nereo, con otra ropa, otro nombre, pero los mismos ojos.
—Malkul al-Maya… —oí su voz en el eco, y la imagen se desvaneció.
Abrí los ojos jadeando. Nereo me sujetó por los hombros.
—¿Qué has visto?
—Un camino. Una cámara. Está detrás de esta pared.
Él buscó con la linterna un punto más bajo, y lo encontró: un pequeño hueco cubierto por arena. Entre los dos lo despejamos. El aire que salió de allí era frío y antiguo, como si hubiera estado esperando siglos.
Nos miramos.
Y entramos.
El pasadizo descendía en espiral, y cada paso parecía un latido del pasado.
Yo sentía que Petra nos absorbía, que la piedra nos reconocía.
Y justo entonces, cuando el silencio se volvió tan profundo que podía oír el pulso de mi sangre, mi teléfono sonó.
El sonido me arrancó del trance.
Miré la pantalla.
Papá.
Mi estómago se encogió.
Contesté.
—¿Dónde estás? —su voz era cortante, autoritaria, el eco de todos los años en los que intenté complacerlo.
—Papá… estoy en Petra.
—Ya lo sé —me interrumpió—. He tenido que cancelar una reunión con los inversores porque tú desapareciste sin avisar. ¿Qué demonios estás haciendo ahí? ¿Turismo espiritual?
Cerré los ojos. No podía respirar.
Nereo me miraba, tenso, sin atreverse a hablar.
—Papá, por favor, no empieces ahora. Estoy en medio de algo importante.
—¿Importante? —repitió, con un tono de burla—. ¡Lo único importante es la empresa, Maya! No puedes seguir huyendo de tus responsabilidades. Estás actuando como una niña.
Las palabras me atravesaron como espadas.
El eco de su voz llenó la cámara, como si también la piedra me juzgara.
—Papá, no entiendes… —susurré.
—Entiendo perfectamente. Vuelves mañana. Y si no, no te molestes en volver en absoluto.
El silencio después de esas palabras fue un abismo.
Sentí que todo el aire se me escapaba del pecho.
El teléfono cayó de mis manos.
Nereo lo recogió sin decir nada.
Me tomó del rostro, obligándome a mirarlo.
—No dejes que te arranque de aquí —dijo con voz firme—. No ahora.
Y por primera vez, vi en sus ojos algo más que ternura. Vi fuego. Decisión.
El aire se volvió espeso, como si Petra contuviera la respiración.
A lo lejos, entre los corredores de piedra, escuché un sonido leve: el roce de una bota contra la arena.
Cassius.
Nereo lo notó al mismo tiempo. Me tomó de la mano y apagó la linterna. El pasillo quedó a oscuras, solo iluminado por la débil luz que entraba desde la grieta superior.
Podía sentir mi propio corazón retumbando contra el pecho.
—Está aquí —murmuré.
Nereo asintió apenas, con los ojos fijos en la entrada.
El silencio se llenó de un murmullo distante, un susurro que parecía provenir de la roca misma. Era un sonido antiguo, como si miles de voces dormidas intentaran hablar al unísono.
De pronto, algo cayó desde lo alto: una piedra, golpeando el suelo justo detrás de mí.
Giré en seco. Una sombra se movió. Rápida. Precisa.
Un destello de metal.
—¡Corre! —gritó Nereo.
Corrimos por el pasillo sin mirar atrás. El eco de nuestros pasos se mezclaba con los del perseguidor. El aire olía a polvo y miedo. La linterna oscilaba en la mano de Nereo, proyectando destellos que parecían abrir grietas en la oscuridad.
—Por aquí —dijo, tirando de mí hacia una abertura lateral. Entramos en una cámara más amplia, con columnas erosionadas y una cúpula que filtraba la luz del amanecer.
Apenas cruzamos el umbral, Nereo empujó una losa suelta y la arrastró para bloquear la entrada.
Nos quedamos quietos, jadeando.
El silencio volvió.
Solo se escuchaba mi respiración entrecortada.
Apoyé la espalda en la pared y cerré los ojos.
—Nos está siguiendo desde que llegamos.
Nereo se acercó y me tomó la cara entre las manos.
—No va a tocarte. No mientras yo esté aquí.
Sus palabras me atravesaron.
Y entonces, algo en la pared comenzó a brillar.