El sueño de Samuel había nacido entre las montañas verdes de Palermo, Antioquia. No era un sueño de oro o de fama, sino de pan y vino, de servicio y de fe. Desde niño, sintió el llamado a ser Pastor, un faro para las almas.
Pero el llamado venía acompañado de una sombra. Una enfermedad silenciosa que a veces se hacía más fuerte que su propia voluntad. “Dios no da cargas que no podamos llevar,” le repetía su madre, Ana, con los ojos llenos de una fuerza que Samuel no siempre sentía.
Se trasladó al seminario de Jericó, la tierra de la Santa. El paisaje era majestuoso, un recordatorio diario de la grandeza de Dios. Allí, la lucha entre el espíritu y la carne se hizo más intensa. ¿Podría un cuerpo frágil sostener un alma tan ambiciosa?
"La vocación no es la ausencia de dolor, hijo mío,” le había dicho el Padre Alberto. “Es la ofrenda que se hace con él.” Samuel asentía, pero en las noches el dolor era un muro helado que lo separaba del altar prometido.
La fecha se acercaba: la ordenación. Una semana, tres días, veinticuatro horas. La alegría de sus compañeros era un eco distante. Samuel ya no tenía fuerzas para estudiar, solo para rezar, recostado sobre el frío piso de madera de su celda.
Ana viajó desde Palermo para estar con él. No hablaron mucho de la enfermedad, sino del mañana. De la sotana nueva, del primer sermón, de la bendición que daría a su propia madre.
Esa última noche, la víspera de su cielo en la tierra, el dolor se disipó. Una calma profunda lo envolvió. Samuel abrió los ojos y vio la luz de la luna filtrarse por la ventana, bañando la habitación en una plata suave.
Se levantó con una renovada, aunque breve, energía. Tomó el breviario que usaría por primera vez y lo puso sobre la mesita de noche. Luego, con una ternura infinita, dobló la sotana negra y la dejó preparada sobre el banco.
El amanecer nunca lo encontró despierto. El Padre Alberto fue el primero en entrar, no con el grito de júbilo de la ordenación, sino con el silencio helado de la revelación. Samuel había partido en la noche.
No recibió la estola, sino la corona. No la bendición del obispo, sino el abrazo eterno. Samuel no tuvo ‘un día antes del cielo’. Su ordenación fue una noche silenciosa, que lo llevó directamente al Altar que había anhelado toda su vida.