Un Error a la Medida

Capítulo 1. Mi versión

'*•.¸♡ ♡Ayleen♡ ♡¸.•*'

Diciembre

Lo conocí en la iglesia.

Esa noche me demoré más que de costumbre. No podía irme y dejar a mi mamá sola a mitad de la noche, mucho menos siendo una fecha como la que era. Desde hacía dos años participaba como voluntaria en el grupo de jóvenes de la iglesia, además, cantaba en el coro todos los domingos en la misa de las seis y en ocasiones especiales como esa. Era una misa de gallo; una celebración de acción de gracias por Navidad.

A pesar de ser Nochebuena, mi hogar era el más silencioso de la calle, ya que solo éramos mi madre y yo; sin papá, sin hermanos, sin parientes o amigos cercanos que nos acompañaran. Aun así, el amor que compartíamos era más sincero que el de muchas de las familias de nuestros vecinos. Era real; solo eso importaba.

Impaciente, esperé a mi madrina, observando la hora en mi celular a cada minuto.

Ya es tarde —dijo mi mamá desde la cama—. No es necesario que esperes hasta que llegue. Ella vendrá. Vete o tendrás que atravesar el tumulto de gente en la iglesia y sé cuánto odias hacerlo.

—No puedo irme, mamá —objeté—. ¿Y si le surgió algo y no puede venir? ¿Y si necesitas ir al baño, o quieres un poco de agua? No. La esperaré.

—Estaré bien. No me moveré de aquí, te lo prometo.

Mi madre estaba muy enferma, pero, aun así, siempre me alentaba a salir a divertirme. Y, aunque no tenía ánimos para nada desde que fue diagnosticada con cáncer, lo hacía por ella. No quería que se sintiera culpable por mi aislamiento social.

—No importa, mamá. —Me senté a su lado y acaricié sus piernas con cariño—. No pasa nada si no voy. No es que mi presencia sea indispensable…

—¡Ya llegué! —El grito de mi madrina desde el porche fue como un canto divino, y no perdí tiempo al despedirme de mi madre e ir a recibirla.

—¡Creo que sí iré! —chillé, emocionada.

—Anda, mi niña —canturreó mi mamá—. Ten mucho cuidado ¿eh? Pídeles a tus amigos que te acompañen de regreso.

—¡Lo haré! —grité antes de abrir la puerta de entrada y saludar a mi madrina—. Hola, nina. Muchas gracias por venir.

—Perdón por la tardanza, hija. Ve con Dios.

—Ahora regreso —dije recorriendo el largo pasillo bordeado por rosales hasta llegar a la calle, y no pude evitar soltar una carcajada al escuchar su habitual contestación:

—¿Cuál «ahora regreso»? Ahora te vas —me corrigió—. Al rato regresas.

—¡Adiós! —exclamé entre risas.

Mis piernas ardían mientras recorría las oscuras calles de mi colonia casi corriendo, mortificada por haberme retrasado. Sabía que a esa hora la iglesia ya estaría llena de gente y odiaba esa sensación de ser observada por todos mientras entraba y buscaba mi lugar entre mis compañeros.

Siempre me pusieron incómoda los murmullos de las personas a mi alrededor. Por ello me esforcé tanto en llevar una vida tranquila, fuera del foco público.

La música que salía de las casas, acompañada de las risas de los niños y los gritos al romper las tradicionales piñatas llenas de dulces, me acompañaron durante todo el trayecto hasta llegar a la iglesia del pueblo.

La última campanada sonó cuando me encontraba a media cuadra de llegar, y corrí más de prisa, con el corazón bombeando en mis oídos por el esfuerzo. Cuando por fin estuve frente a las puertas laterales de la iglesia, me agaché por inercia para alisar mi vestido, y apenas di un paso hacia el interior, mi cuerpo se estrelló contra un muro suave y cálido. Su olor me hizo cerrar los ojos e inhalar profundamente, pero la vergüenza que vino luego me obligó a abrirlos de golpe.

«Primer error».

Siempre pensé que el amor a primera vista era solo un mito, pero después de ese momento ya no estaba tan segura.

Jamás me había sentido tan aturdida en toda mi vida. El joven frente a mí no se parecía a nada que hubiera visto antes. Sus facciones eran hermosas: piel trigueña, cabello oscuro ligeramente ondulado, nariz recta, labios carnosos y bien formados, cejas pobladas y pómulos altos… Todo en él gritaba perfección. Pero sus ojos… de un color aceituna poco usual; nunca había visto unos ojos tan bonitos e intimidantes a la vez.

No parecía real.

—Perdón —pronunció con voz aterciopelada—. ¿Te hice daño?

—N-no. E-estoy bien —afirmé—. ¿Ya te ibas? —pregunté, y de pronto me invadió un calor abrazador en las mejillas, producto de mi estupidez—. Lo siento, no es de mi incumbencia.

—De hecho, creo que regresaré adentro —respondió, esbozando una preciosa sonrisa ladeada que me calentó el pecho.

—Muy bien, entonces… disfruta de la misa. —Cerré los ojos y fruncí mis labios al darme cuenta de la tontería que acababa de decir. «¿Disfruta de la misa? ¿Quién carajos dice eso?», me reproché.

Me despedí con un ademán y salí corriendo hacia el altar al ver que la gente se puso de pie ante la llegada del sacerdote. Me acomodé en mi lugar y traté de entonar la alabanza al escuchar los primeros acordes de la guitarra de Diego, pero me fue imposible debido a mi agitación. Esperé al segundo verso para empezar, y en todo momento sentí una mirada penetrante sobre mí.




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