'*•.¸♡ ♡Ayleen♡ ♡¸.•*'
—¿Ahora qué voy a hacer? —sollozo, observando las dos rayitas rosas que se han pintado en la prueba de embarazo. El terror amenaza mi cuerpo, seguido de una desgarradora sacudida de vergüenza que me pone a temblar de pies a cabeza—. Lo siento, mamá. Lo siento mucho —hipeo, desconsolada—. Te fallé.
Lagrimas calientes recorren mis mejillas, y no puedo dejar de imaginar lo que sentiría mi madre si estuviera con vida. De seguro se avergonzaría de mí.
«¿Qué va a decir la gente? ¿Cómo voy a hacer para mantenernos a ambos?», me pregunto, afligida. Como si fuera poco por lo que estoy pasando, ahora debo sumar una complicación más a mí vida.
—No es justo. No puedo tener tan mala suerte, Dios mío —me quejo, pero un pinchazo en el vientre me regresa a la realidad y me hace darme cuenta de lo hipócrita que he sonado. Después de que mi madre pasó por lo mismo, no tengo cara para rendirme sin siquiera haberlo intentado—. Lo siento, bebé —mascullo, arrepentida—. No debí pensar así. Tú no tienes la culpa de nada. Ahora estamos juntos en esto ¿de acuerdo?
Sorbo mi nariz y trato de tranquilizarme por mi propio bien. Regreso a mi habitación y me tiendo en la cama, e intento pensar en cómo será mi futuro de ahora en adelante.
Por mucho que me duela, y por muy difícil que parezca, no soy la primera ni seré la última mujer que deba enfrentarse sola a la maternidad. «Si mi madre pudo hacerlo conmigo, yo también puedo», me digo, dándome ánimos.
El resto de la noche me la paso dando vueltas en la cama, sin poder conciliar el sueño. A pesar del cansancio, mis ojos se niegan a permanecer cerrados y, cuando por fin me rindo ante el agotamiento, vienen a mi mente unos hermosos ojos color aceituna y esa sonrisa cautivadora que me metió en esta situación: «Lucas».
Despierto de golpe al recordar ese nombre que he preferido mantener en el fondo de mi memoria, y de pronto soy consciente de que este hijo también es suyo y no sé si debería decírselo.
—Por supuesto que no —me respondo a mí misma—. Él ni siquiera debe acordarse de mí.
«¿Cómo es posible que una sola vez haya bastado para quedar embarazada?», me reprocho, palmeando mi frente. Y, como si la vida tratara de torturarme, de inmediato destellan ante mis ojos decenas de imágenes de nosotros juntos: sus besos, sus caricias… La forma tan delicada en la que me trató. Como si fuera porcelana entre sus manos.
Un suspiro traicionero infla mi pecho, seguido de unas enormes ganas de vomitar que me obligar a levantarme de la cama e ir corriendo al baño. El ácido quema mi garganta mientras expulso el contenido de mi estómago en el inodoro y de pronto todo se vuelve real.
—Voy a tener un bebé —murmuro sin fuerzas, abrazada al retrete—. Voy a ser mamá.
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La cafetería se encuentra medio vacía a esta hora. El turno de la tarde suele ser el más tranquilo, por lo que me da tiempo para descansar un poco entre cada pedido. Los pies me están matando, y cada vez que entro a la cocina, debo reprimir las náuseas cuando se agolpan en mi nariz los diferentes olores de los ingredientes.
Es como si después de confirmar mi embarazo, todos los síntomas que antes no sentí por haber estado demasiado ocupada cuidando de mi madre, de pronto hubieran decidido aparecer de golpe. Es una tortura. Me estoy volviendo loca entre las náuseas, la fatiga, y estas incontrolables ganas de llorar que siento por cualquier cosa.
Ha pasado solo una semana desde que me enteré y, a pesar de que he hecho cuanto he podido por mantenerlo en secreto, soy consiente de que pronto la verdad saldrá a la luz. Aunque mi apariencia no ha cambiado en absoluto, sé muy bien que mi vientre crecerá y me dejará en evidencia. Eso y que ya puedo escuchar los murmullos a mi alrededor, gracias a cierta dependienta de la farmacia que no dudo en que haya regado el rumor de mi posible embarazo.
—¿Cansada? —La voz de Diego me saca de mis pensamientos cuando me encuentro con la cabeza recostada sobre la barra de la cocina, mientras espero un pedido.
—Sí, un poco —confieso.
—¿Te pasa algo? Últimamente pareces agotada. Sé que apenas estás acostumbrándote al trabajo, pero, te ves enferma.
«¿Le digo?», me pregunto, sintiendo cómo se forma un nudo en mi estómago por los nervios.
—Diego, yo…
—Está listo el pedido para la mesa cuatro —anuncia el cocinero, interrumpiendo mi confesión.
—Ahora voy —digo—. Lo siento, Diego. Debo regresar al trabajo.
—Ibas a decir algo —me recuerda.
—Sí, yo… Olvídalo, no es nada.
—Bien —murmura no muy convencido—. Estaré por aquí si necesitas algo. Te llevaré a casa cuando termine tu turno.
—Está bien. ¡Muchas gracias, amigo!
—Claro —suspira, y me parece que sus ojos se apagan un poco.
Sacudo mi mano a manera de despedida y tomo la bandeja de la barra para llevar el pedido a la mesa.
Continúo con mi turno lo más eficiente que mi cuerpo me lo permite y, cuando faltan veinte minutos para acabar la jornada, Diego reaparece en la cafetería, listo para llevarme a casa como prometió.