'*•.¸♡ ♡Ayleen♡ ♡¸.•*'
Tener que despedirme de mi hogar, sin duda es una de las cosas más difíciles que he tenido que hacer en la vida, después de enterrar a mi madre.
No existe un solo rincón del espacio que no esté ligado a un recuerdo de mi infancia. Y una parte de mí se siente como si estuviera traicionando la memoria de mi mamá. Como si al irme, también me estuviera despidiendo de ella, y eso me duele en el alma.
«Siempre que me recuerdes, estaré aquí», evoco las palabras que me dijo justo antes de que dejara de hablar y su cuerpo, cansado de luchar, cayera en un estado de inconciencia del que no pudo reponerse. Recuerdo la manera en que señaló mi corazón y sonrió sin fuerza antes de decir «no me olvides, mi niña».
—Jamás lo haré, mami —susurro a la soledad de la casa, y le doy una última mirada antes de salir y cerrar la puerta tras de mí.
—¿Tienes todo? —cuestiona Lucas desde donde se encuentra, recargado en el capó de la camioneta de su padre—. ¿Qué es eso?
—Oh… ¿esto? —Señalo la pesada caja blanca bajo mi brazo—. Es solo la vieja máquina de coser de mi madre.
Lucas hace una mueca al quitármela y la observa con recelo.
—¿Es muy necesario que la lleves? Parece algo estorbosa.
—No me iré sin ella —refuto, sacudiendo mi cabeza—. No la dejaré aquí. Además, puede ser de utilidad.
—Lo dudo —masculla, pero la guarda en el maletero de todas formas, seguido de mi pequeña valija de mano, donde guardo las pocas prendas de vestir que aún me quedan bien.
Lucas abre la puerta trasera para mí y me ayuda a acomodarme en el asiento. No soy tan ingenua como para pensar que lo hace por iniciativa propia, cuando la mirada de su madre desde el espejo retrovisor es lo suficientemente intimidante como para ignorarla. Lucas lo hace para evitar una reprimenda, eso es seguro.
—Gracias por esperar —digo, incómoda.
—No te preocupes, Ayleen. No debió ser nada fácil para ti despedirte de tu hogar y todos los recuerdos de tu mamá.
—No lo fue —admito, espantando las lágrimas que pican en mis ojos queriendo salir.
—¿Están listos? —cuestiona el señor José, el padre de Lucas.
—Sí, papá.
El señor enciende el motor y el dolor en mi pecho se hace más fuerte conforme el auto comienza a alejarse de mi casa.
Hoy parece haber más polvo en las calles de mi colonia, pues hay un buen grupo de mujeres barriendo sus banquetas como si su vida dependiera de ello; pero no soy tonta, sé perfectamente que su única intención es la de no perderse ni un solo segundo del espectáculo que estamos protagonizando Lucas y yo.
No todos los días una chica pierde a su madre, sale embarazada y se muda con el padre de su hijo en tan corto tiempo. Sin duda les hemos dado material de chisme por lo menos durante el resto del año. Así mismo, al ver a mis vecinas de toda la vida murmurar a nuestro paso, me viene a la mente una de las tantas lecciones de mi madre: «Nunca lo olvides, hija: pueblo chico, infierno grande. Cuida de tus actos para que nunca debas bajar la cabeza ante nadie». Ahora ese consejo cobra tanto sentido, pues, gracias a mi imprudencia he preferido huir del pueblo como una cobarde, porque no voy a negar que, aunque traté de ser fuerte e ignorar todo lo que se decía de mí, ya no soportaba un día más esta situación.
—¿Segura de que es todo lo que necesitas? —Lucas interrumpe mis pensamientos y señala mi maleta con su pulgar—. Las mujeres que conozco necesitan por lo menos el triple de eso para unas vacaciones. Ya no digo para irse a vivir a otra ciudad.
—Yo no soy como las mujeres que conoces —murmuro, volteando mi mirada hacia la ventanilla.
«¿Por qué insiste en ofenderme?», me pregunto con dolor.
—Me refería a mis hermanas y a mi madre, pero es verdad, no eres como las mujeres que conozco.
No sé lo que eso significa, pero tampoco tengo interés en averiguarlo, por lo que prefiero guardar silencio lo que resta del camino.
No sé si estoy haciendo bien. Salir del pueblo que me vio nacer e ir a una ciudad nueva, con un hombre al que no conozco, no parece la mejor decisión y soy consciente de ello. Pero la humillación de Lucas dolió más de lo que debería y manchó el hermoso recuerdo que guardaba de aquella semana que pasamos juntos. Sin embargo, sé que negarme a acompañarlo sería como darle la razón y una excusa para deslindarse de su responsabilidad y no pienso hacer eso.
Yo mejor que nadie sé lo que es crecer sin un padre. A pesar de que gracias a mi madre nunca me hizo falta nada, tengo que admitir que siempre me pregunté qué se sentiría tener a mi lado a mi papá. Jugar con él, ser su princesa, dejar que me enseñara todo lo que sabe…
«Mi hijo no pasará por eso si de mí depende», pienso. Le demostraré a Lucas que se equivoca y después… después Dios dirá.
—¿Hay alguien de quien quieras despedirte, Ayleen? Supongo que no podrás volver en algunos meses, por lo menos hasta que mi nieto nazca.
No me pasa desapercibida la manera en que Lucas resopla y pone en blanco los ojos, pero trato de ignorar cómo me hacen sentir sus desplantes y prefiero enfocarme en la pregunta de su madre.