El aire frío de la noche no hace nada por refrescar el calor que quema mis venas al salir del edificio de Lidia. Todos los problemas que cargo encima se arremolinan en mi mente y me hacen girar la cabeza. Si pudiera, no dudaría en regresar el tiempo atrás y volver al día en que conocí a Ayleen y me dejé envolver por su ternura, su belleza, su voz angelical y esa fragilidad en sus ojos que removió los pobres sentimientos que alberga mi corazón.
Incluso hoy, no me atrevo a sostenerle la mirada por el temor que me invade de volver a caer en ese abismo de tristeza que se asoma en sus ojos, del que, una vez dentro, no creo poder escapar con facilidad.
Agotado mentalmente como hace mucho no me sentía, regreso a mi departamento.
—¿Mala noche, joven? —cuestiona el taxista después de escuchar una maldición salir de mi boca.
—Mala semana, diría yo.
—Todo mejorará, no se preocupe. De los errores de la vida aprendemos y maduramos —aconseja, como si supiera por lo que estoy pasando.
—Hay errores que no tienen solución —escupo.
—Todo tiene solución en esta vida, menos la muerte.
No puedo evitar poner los ojos en blanco al escuchar el sermón del hombre que, sin conocerme, se cree con derecho de darme consejos.
Decido dejar de prestar atención y saco el teléfono de mi bolsillo; finjo que hago una llamada, cuando el timbre de este me sorprende al sonar justo en mi oído, sacándome un gruñido.
—Dulce, justo estaba marcando tu numero —miento al escuchar la risita del taxista que se ha dado cuenta de todo—. ¿Qué pasa?
—¿Dónde estás?
—De camino al departamento, ¿por?
—Hoy estuve con Ayleen, como quedamos. Acabo de salir de tu edificio y me quedé preocupada por ella.
«¿Ahora qué pasa?», me pregunto con cansancio, pero, por más que trato de ignorar el atisbo de preocupación que ha despertado en mí, no logro hacerlo a un lado y termino preguntando:
—¿Qué pasa con ella, le sucede algo?
—Lidia, eso es lo que sucede —masculla con enfado—. Se presentó en tu departamento antes de que yo llegara y se hizo pasar por mí, aprovechándose de que Ayleen no me conocía.
—Ya lo sabía —admito.
—¿En serio? —cuestiona, extrañada—. ¿Cómo te enteraste?
—Lidia me lo dijo, aunque más bien fue un reclamo. Como si tuviera algo que reclamarme —escupo con desdén—. Y, antes de que me reprendas, ya hablé con ella y no volverá a molestar a Ayleen. ¿Cómo… cómo está ella? —titubeo.
—No lo dice, pero yo la noté triste, Luc —murmura apesadumbrada—. Insiste en que has sido amable con ella, pero no puede engañarme, te conozco. Es una chica muy linda, hermano. Tal vez, si te dieras la oportunidad…
—Alto ahí, Dulce, te lo advertí —la corto—. No hagas de cupido entre nosotros y deja que las cosas sigan su curso. La apoyaré como prometí, pero es todo lo que estoy dispuesto a ofrecer.
Se forma un silencio incómodo, solo amortiguado por el suspiro de derrota que suelta mi hermana a través de la línea, antes de balbucear un «lo siento».
—Parte de cuidar de ella implica también a sus sentimientos, hermano. Si la madre sufre, también lo hace el bebé —me reprocha—. Y no quiero que mi sobrina nazca enferma o te cortaré las pelotas y me haré un collar con ellas, ¿entiendes?
Un escalofrío me recorre la espalda ante su amenaza.
—Espera… ¿sobrina? ¿Cómo sabes…?
—Solo lo sé —presume—. Te dejo porque estoy frente a mi edificio. Mañana hablamos, y no olvides lo que te dije. Te cortaré las pelotas si…
—Lo sé, lo sé. Ya deja de amenazar con cortar mis pelotas. —Me estremezco, haciendo reír al taxista—. Cuida a Mateo.
—Lo haré. Te quiero, hermano.
—También te quiero.
Termino la llamada y guardo mi teléfono al divisar mi edificio a la vuelta de la esquina. Le pago al taxista y bajo del vehículo reflexionando sobre la oferta de Gabriel de tomar uno de los autos de la exhibición, pues no es para nada agradable que alguien escuche mis conversaciones mientras viajo de regreso a casa.
Saludo a Miriam al pasar por la recepción y subo a mi piso sintiendo una extraña incomodidad en el pecho al pensar que Ayleen conoció a Lidia de la peor forma. Abro la puerta y espero encontrarme con el característico silencio del lugar, en cambio, de inmediato llega a mis oídos la suave melodía que proviene de la cocina, pero no es eso lo que llama mi atención, sino la delicada voz de la chica que adorna la música y me hace pasar saliva al prestar atención a la letra:
«¿Qué fuimos? No me dejes con la duda, por favor. Prometo que no voy a decir que fuiste un error. ¿Qué nombre le podremos a las noches que te di? ¿Qué imagen tengo que tener de ti?», canta Ayleen y no puedo evitar sentirme como un completo tonto al ver que limpia una lágrima de su mejilla antes de acariciar su vientre con tristeza.
Me quedo de pie, en silencio, observando cómo camina de un lado al otro mientras prepara algo en la estufa que huele delicioso. De pronto, la escucho soltar un siseo de dolor después de tocar la sartén con su antebrazo por accidente.