════ ≫ Lucas ≪ ════
—¡Cálmate! —No sé si se lo digo a Dulce o me lo digo a mí mismo—. ¿A qué te refieres con que no se presentó a la cita?
—¡Ayleen nunca llegó al consultorio, Luc! —repite, impaciente—. Tengo miedo por ella. ¿Y si le pasó algo malo? Es mi culpa, ella no conoce la ciudad. Debí cambiar la cita, sabía que no se atrevería a molestarte.
—¡¿Molestarme?! —cuestiono, encolerizado—. Fui yo quien le dijo que me llamara si sucedía algo. Me ofrecí a llevarla. Debió saber que aceptaría.
Golpeo el volante con frustración, sin saber qué hacer. ¿Debo buscarla, llamar a la policía, ir al consultorio por si llega o regresar al departamento y esperar a que regrese? «¡Carajo! ¿Por qué todo con Ayleen tiene que ser tan difícil?».
—¿Qué hacemos, Luc? —pregunta mi hermana.
—Me acercaré al consultorio, con suerte la encontraré rondando el lugar. Llamaré a Miriam y le pediré que me avise si Ayleen regresa al edificio.
—Está bien —murmura Dulce—. Apenas me den los resultados de los estudios de Mateo iré para allá. Mantenme informada, por favor.
—Si tú sabes algo antes, háblame.
—Claro. Adiós, hermano.
Termino la llamada y me apresuro a acercarme al consultorio de la doctora. Disminuyo la velocidad cuando me encuentro a dos calles de llegar y presto atención a mis alrededores con la esperanza de ver a Ayleen en algún lado, pero no tengo suerte.
De pronto recibo una llamada que me deja desconcertado en medio del drama. No puedo evitar hacer una mueca de fastidio al ver el nombre de Diego en la pantalla de mi celular, y decido que no tengo tiempo para estupideces, por lo que ignoro la llamada y sigo buscando a Ayleen en las calles aledañas al edificio de la clínica.
Diego sigue insistiendo hasta que colma mi paciencia y termino respondiendo de una vez:
—Lo siento, Diego, pero ahora no tengo tiempo para escuchar ninguna de tus advertencias.
«Como las decenas de veces que me has llamado antes», pienso. Estoy a punto de colgar la llamada, pero lo que dice me hace frenar el auto en seco.
—¿Ya la encontraste? —pregunta, furioso.
—¿Cómo sabes que…?
—Me llamó —responde con brusquedad—. La asaltaron, le quitaron su bolso y su teléfono antes de llegar al consultorio, porque estaba ¡SOLA! —grita, su voz lastimando mi oído—. No puedo creer que Ayleen no tenga ni siquiera un mes contigo y ya la perdiste. Eres un imbécil, Lucas…
—¡Cierra la maldita boca y dime dónde carajos está! —exijo, perdiendo la paciencia—. ¿Y cómo se supone que te habló si le robaron el teléfono?
—Mi número es el único que sabe de memoria —presume, y si lo tuviera de frente le rompería la nariz de un puñetazo.
—Dame la dirección, ahora —pido, apretando los dientes con tanta fuerza que podría romper mi mandíbula.
Diego por fin se deja de presunciones y reclamos y me da la dirección de Ayleen.
—Lucas, te juro que si le pasa algo…
La advertencia queda en el aire cuando corto la llamada. No pierdo más tiempo en tonterías y me dirijo al centro comercial desde donde Ayleen llamó a Diego.
El corazón me late a mil kilómetros por hora conforme recorro las calles que me separan de ella, y no logro sentirme mejor hasta que llego al lugar y la veo en la puerta, junto al guardia de seguridad.
La imagen de su rostro asustado y sus ojos llorosos envía un estremecimiento doloroso a mi pecho muy parecido a la culpa. Y por fin me doy cuenta de que Diego puede tener razón, tal vez soy un completo imbécil. Sin duda, Ayleen estaría mucho mejor sin mí.
Bajo del auto después de estacionarme y corro hacia la entrada del centro comercial. Ayleen cubre su boca al verme y deja escapar un sollozo cuando, desesperado, la acerco a mi pecho y la envuelvo entre mis brazos.
—Luc… —dice entre lágrimas—. Lo siento, no quería dar problemas.
—¿Estás bien? —pregunto, buscando su rostro—. ¿Te hicieron algo?
—No. —Sacude su cabeza, evitando mi mirada—. Estoy bien.
—¿Qué pasó? ¿Por qué no me hablaste antes de aventurarte a salir sola a una ciudad que no conoces? —la reprendo, recibiendo una mala mirada de parte del guardia a su lado.
—Perdón —repite, apuñando la tela de mi camisa—. Perdón, Lucas, soy una tonta.
—No… no digas eso. No es tu culpa. —La abrazo con más fuerza y me siento peor cuando sus lágrimas mojan mi pecho—. Lo importante es que estás bien. Estaba muy preocupado.
—¿De verdad?
Me molesta que lo dude, pero no puedo culparla después de la forma en que la he tratado desde que me enteré de su embarazo.
—Por supuesto —aseguro—. Dulce también está muy angustiada por ti. Vamos, le llamaré para avisarle que estás a salvo.
Agradezco al guardia por ayudar a Ayleen, le doy una generosa propina y nos dirigimos al auto, desde donde hablo con mi hermana y le cuento lo sucedido.
—¿Estás segura de que estás bien? Debería llevarte al hospital y hacer que te revisen. Una impresión como esta puede hacerte daño, ya sabes… en tu estado.