Un fantasma al atardecer.

Capítulo 2: Un nuevo inquilino.

Las ruidosas voces y el trajín incesante terminaron despertando a John de su descanso diurno. 

 

“Debe ser otro posible comprador” dijo para sus adentros. Pues muchos se habían mostrado interesados en adquirir la propiedad pero desistían con los rumores. 


En cierta medida John sentían alivio al saber que su casa seguía intacta e inhabilitada. Era más cómodo así que tener que compartir su casa con alguien más. Y por que temía que en algún momento, un escéptico terminara derrumbando su casa para construir algo nuevo. De ser así, se vería en la obligación de mudarse al cementerio como el resto de sus amigos. 
Solo pensar que estaría limitado a su vieja tumba le daban escalofríos. 

 

Los ruidos cesaron en la planta baja. Seguro que ya no había nadie más sacó su caballete del armario y colocó el lienzo que tenía comenzado. Abrió la ventana para que el aire fresco le ayudara a inspirarse y arrastró su vieja y pesada silla de roble. 

 

De inmediato, un despavorido grito proveniente de la planta baja lo asustó. 

 

—Pero qué desfachatez. ¿Quién es capaz de dar semejantes gritos en mi casa? Es inconcebible. ¿Acaso no puede haber paz? — se quejaba poniendo todo en su lugar para encaminarse a descubrir quién era la persona responsable de causar disturbios. 

 

Unas voces femeninas le alertaron. Bajó con cuidado las escaleras del ático luego de asegurarse de haber dejado la puerta cerrada y con llave. 


Al asomarse a la cocina encontró cajas y muebles nuevos, al igual que en la sala. 
En el pasillo del recibidor habían tres mujeres hablando entre sí. 

 

—¿Vivirán aquí mis niñas? — escuchó preguntar. 

 

“Gypsy. Esa vieja bruja”. 

 

Se quedó ahí a espaldas de ellas intentando deducir quién de las dos chicas era la nueva inquilina. Pero bastó con un par de frases para obtener la respuesta. 


La chica de cabellos teñidos dio un salto acompañado de un nuevo grito. John rió por bajo conteniendo una carcajada. La reacción de los mortales ante su presencia siempre le causaba gracia. 

 

—Otra vez tú con eso — le escuchó decir a la segunda. 

 

“Debe ser ella”. 


A quien por cierto no le había visto el rostro. Seguía dándole la espalda. 
Madame Gypsy cambió su expresión y eso solo le dijo a John que acababa de cometer un descuido al dejar en evidencia su presencia. Retrocedió un par de pasos para meterse en la sala. 

 

“Que alivio” pensó John al escuchar que se marchaban. “¡Por fin! Paz en esta casa”. 
Al salir al pasillo encontró la puerta principal abierta. 

 

—Pero que descuido. 

 

Molesto por ello, cerró él mismo la puerta y subió al ático. Donde pasó el resto de la tarde. Tenía mucho trabajo. El cuadro que comenzó hace una semana debía ser pintado exactamente entre las cuatro y las seis de la tarde pues era el momento en que tenía la luz que le brindaba los colores que ponía en el lienzo. 

 

Ladeó su rostro observando su trabajo, dio un vistazo al cementerio a través de la ventana y sonrió satisfecho. Sabía que a sus amigos les gustaría su nueva creación. 

 

 

Cuando el crepúsculo rayó el cielo supo que era hora de guardar todo. Estaba limpiando sus pinceles cuando escuchó un grifo abierto. 

 

“¿Volvió?”. Dispuesto a saciar su curiosidad bajó con cuidado procurando no hacer ningún ruido. 


Encontró a la chica escéptica lavando unas cacerolas. Tenía una copa de vino sobre la isla de la cocina. Le vio beber el último sorbo con demasiadas ansias. 


Asumiendo que ella deseaba un poco más se acercó al estante de vinos. 
“Solo es una mera cortesía” se excusó a si mismo al ver sus intenciones a punto de convertirse en acciones. “Los modales ante una dama no deben morir aunque yo lo esté” añadió en su fuero interno. 


De todas formas esa no era la primera vez que John se atrevía a interferir en asuntos cotidianos de los mortales. Cuando su humor lo apremiaba gustaba de gastar pequeñas bromas. 


Sirvió la copa tal y como debe de servirse. Agitó ligeramente el líquido rojo profundo y aspiró su aroma.  La dejó en su sitio antes de que ella se diera cuenta que los objetos de movían aparentemente solos. 

 

La expresión contraída de la chica le indicó que no había sorpresa en aquel suceso. Únicamente indiferencia. 

 

“Una mente sensata” juzgó John. Aunque era irónico que considerase sensato a alguien que no creía en fantasmas cuando él mismo lo era. 




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