Un fantasma al atardecer.

Capítulo 4: Revelaciones.

Esa noche, John bajó suponiendo que Julieth ya estaría dormida pues pasaban de las diez. Sin embargo la encontró en el sillón de la sala con su portátil en las piernas, hablando por teléfono y con su copa de vino al lado. 

 

—¡¿Puedes creerlo?! La muy…. Ahg. Que descaro. Que falta de vergüenza. Sí. Sí. Exacto. Y ya vez lo que le he dicho. ¿Es que te he hecho algo para que te enfades conmigo? — dijo en una voz muy aguda y falsa. John supuso que de burlaba de alguien—. Por favor. No tiene decencia. ¿Amigas? ¡¿Amiga yo de esa zorra?! No. No. No. Es una maldita estúpida, mosquita muerta. Sí, me lo contó Mike el otro día. ¡Ay Susy, es que la odio! ¡LA ODIO! Y ojalá pudiera matarla sin terminar presa. Sí, claro. Si ya la he bloqueado. Si. Tienes razón. Ajá….  

 

Julieth continuó con su efusiva conversación. A John le pareció poco cortés estar presente ante una situación como aquella, así que retrocedió en sus pasos con cuidado para volver al ático y salir hasta que las cosas se hubieran calmado. 


Pero se detuvo al ver como Julieth seguía llenando su copa una tras otra y bebiendo como si se tratara de agua. En las semanas que llevaba de conocerla no le había visto tomar más de un poco de vino por las noches. 


“Realmente debe estar muy acongojada por ese asunto” pensó mientras le veía dar vueltas y moviendo su brazo para reafirmar sus palabras ofensivas. 


Se le ocurrió que un buen té le ayudaría a calmar los nervios pero debía esperar hasta que ella se metiera en la habitación para que no fuera a asustarse mientras él preparaba todo en la cocina. 


De todas formas el ritual del agua con limón y el café con leche de las mañanas se había vuelto parte del día a día que compartían. Así que casi estaba seguro que no vería a mal su cortesía. 


Y es que en un principio no pretendía más que asustarla pero, al descubrir sus motivos para estar ahí, desistió de su plan. Ella necesitaba un refugio y él podía proporcionárselo durante todo el tiempo que necesitara. 


Y si a ello le sumaba ese pequeño gracias que ella pronunciaba antes de beber su café o limonada, esa dulce sonrisa que veía esbozar en sus labios antes de marcharse en las mañanas. Y esa mirada curiosa que le ponía nervioso pues por momentos se sentía observado. 


 Detalles. Detalles que se fueron acumulando entre ellos y que John valoraba. 

 

—Sí. Justo pensaba en eso. ¿Conoces un buen lugar por aquí? Bueno. Estaré lista en media hora, solo me daré una ducha — le escuchó decir encaminándose al cuarto—. ¡Sí! Así que, que más da. Que pase lo que tenga que pasar esta noche. Ok. Paso a buscarte. 

 

John se asomó a la puerta viéndola buscar algo en el armario. Sacó un vestido negro y lo lanzó a la cama. En su opinión era poco recatado pero una vez más se recordó que los tiempos han cambiado y las cosas se veían de distinta forma. 

 

—¿Dónde están? — se quejó buscando debajo de la cama—. No he usado esos zapatos desde que vine. ¿Porqué no están aquí? — Preguntaba con evidente frustración. 

 

John recordó haber visto un par de zapatos en una caja en la habitación contigua que ella estaba usando como bodega provisional. 


Los dejó con cuidado justo frente a su puerta procurando no ser descubierto y tocó dos veces para llamar su atención. 
Una mezcla entre alivio y desconcierto se mezclaron en el rostro Julieth. Tomó los zapatos, miró a ambos lados y sonrió de nuevo. 

 

—Gracias — susurró. 

 

Inexplicablemente esa palabra hizo que su pecho creciera al igual que su orgullo. 

 

 

Una vez más daba vueltas en el ático pensando, sopesando los pros y los contras de su posible decisión. Julieth se había marchado hace un buen rato y el reloj de oro que tenía en su mesa de trabajo le recordó que iba tarde a su cita. 

 

Corrió apenado por semejante desplante a sus amigos y se disculpó de inmediato. 

 

—Es la primera vez que llega usted tarde a una partida de póker mi querido señor FitzGerald. 
—La primera vez en décadas que llega tarde a una cita. 
—Mil perdones caballeros. Les aseguro que no volverá a ocurrirme este descuido. 
—Relájese John. Siéntese. Acabamos de comenzar. 

 

Los tres amigos continuaron con la partida entre charlas de hombres. Política, economía, valores morales y amistades en común que en ocasiones lograban ver. 

 

—Y dígame John. ¿Ha decidido qué hará? 
—Honestamente señor Collingwood mis principios me atan a permanecer bajo el anonimato de mi existencia tal y como hemos hecho nosotros todo este tiempo. 
—Naturalmente — respondió el señor Collingwood—.  Un hombre como usted de valores y principios tan elevados le es difícil tomar un derrotero. 
—Más no es imposible caballeros — interfirió el señor MacQuoid—. Los motivos pueden llevar al hombre a justificar sus veredictos. 
—En efecto. Siempre y cuando sean justos o como mínimo tengan una base sólida que apoye la moción. Y sin pasar la moral por su puesto. 




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