Un fantasma al atardecer.

Capítulo 6: Curiosidad.

A la mañana siguiente lo primero que Julieth recordó era que no estaba sola en esa casa. Tenía tan vívido el recuerdo de la aparición de John, que no podía negar que hubiera ocurrido. 


Extendió el brazo buscando una fotografía entre los papeles. Al dar con ella le dedicó unos segundos a observar con detenimiento el retrato. 


John se encontraba sentado con un traje oscuro. Pantalón, chaqueta, chaleco y la fina cadena de un reloj asomaba en la solapa de su chaqueta. El cabello oscuro y liso, perfectamente peinado y afeitado. 


Aunque la información indicaba que tendría unos 28 años de edad cuando falleció tenía la apariencia de un hombre maduro de 30 años o más. No precisamente por que se viera viejo, más bien tenía un aire que transmitía confianza, solidez y al mismo tiempo amabilidad. 


“No era feo la verdad” meditó viendo su rostro serio. 


—¿Porqué los hombres de hoy no son así? — dijo con un dramático suspiro —.  Tan masculinos, decentes y honestos. 

 

Giró sobre el colchón para esconderse debajo de la sábana. Aún tenía tres minutos antes de que la alarma sonara. 

 

—John — susurró con los ojos cerrados.

 

El toque de nudillos en su puerta la despertó. 

 

—¿John? 
—¿Estas decente? 
—Decente — masculló sintiéndose ofendida—. Claro que estoy decente John. 
—Me has llamado — dijo sin abrir del todo la puerta. 
—No te he llamado. 

 

Una leve expresión de confusión pasó por el rostro del espíritu. Fue cuando Julieth notó que esa mañana él se…. Veía distinto. 

 

—Me pareció escuchar mi nombre — explicó abriendo la puerta —. Ah, estabas viendo mi foto. 

 

Julieth sintió sus mejías calentarse. Intentó ocultar la evidencia pero nada podía hacerse. La había descubierto suspirando su nombre. 

 

—No sabía que… 
—No importa. Solo tómalo en cuenta. 
—Lo haré. 
—Tu limonada está en el lugar de siempre. Buenos días. 
—John. 
—¿Si? 
—No te irás, cierto. 
—No Julieth. Estaré aquí pero no podrás verme o escucharme. 

 

Ella estaba por preguntar más cuando la alarma les interrumpió. 

 

—John. 
—¿Si, Julieth? — Preguntó de nuevo con una media sonrisa que fue visible para ella. 
—¿Te veré cuando vuelva por la tarde? 
—Por supuesto. 

 


—¿Qué es eso? — Inquirió Susy viendo las carpetas viejas en el escritorio de su amiga. 
—Ah. Cosas. Papeles viejos. Debo guardarlos — respondió sin darle importancia. 
—FitzGerald. Oh. ¿Estas investigando sobre el fantasma? 
—No Susy. No hay ningún fantasma. Ya te lo dije. Esas cosas no existen. 
—Entonces ¿Para qué leer sobre él?  
—Simple e inocente curiosidad. Por cierto, no me has llevado a ese viejo cementerio de la colina. 
—¿Al cementerio de los ilustres? ¿Quieres ir? 
—Sí. ¿Por qué no? Estuve leyendo que es como un patrimonio cultural de la ciudad. 
—Ah si. Se supone que ahí están enterrados los personajes más distinguidos de la historia de River Folk. El fundador y todos los que tuvieron una participación y aporte positivo a la comunidad. 
—Te oyes como toda una guía turística — dijo sonriendo. 
—Puedo cobrarte como una — bromeó. 

 

Al salir de la oficina a las cuatro de la tarde tomaron un taxi para llegar antes de que cerraran el viejo cementerio. 


Las tumbas eran toda una obra de arte. Ángeles, jinetes en sus caballos, estatuas y bustos adornaban el espacio sobre las lápidas con placas conmemorativas.

 

Más adelante encontraron la que Julieth buscaba. 

 

—John L. FitzGerald. 22 de Octubre de 1900 – 1 de Octubre de 1928 — Leyó Susy —. Era muy joven. 
—Sí. 
—Murió el mismo día del fundador. Que pena. 
—Sí, debió de…. Causar desconcierto la noticia — dijo con demasiada tristeza en la voz. 

 

Julieth recordó la forma en que murió y los culpables de su asesinato. Era una pena que ya habían pasado más de 80 años y no había forma de revelar a los culpables. 

 

—Por lo menos ellos recibieron su merecido — habló liberando sus pensamientos. 
—¿Quiénes?
—Los asesinos. 
—¿De qué estás hablando? 
—Los asesinos de John. Su socio y su esposa. 
—No recuerdo esa parte. Yo solo sé que lo mataron en su casa con sus propios abrecartas. 
—¿Abrecartas? 
—Sí. Son unas cosas viejas que tenían para abrir los sobres. Parecen cuchillos. Mi tío tiene uno de colección en su despacho. 
—No lo sabía. 




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