Corina estaba sentada sobre el porche de la casa, como todas las tardes tomaba fotografías de la cuidad. Y es que la vista panorámica era maravillosa desde las alturas.
—¡Te puedes caer! —Gritó Lucas, su mejor amigo.
Ella miró hacia abajo, temerosa de caer. Allí, en el jardín, estaba Lucas, de pie, mirándola con el ceño fruncido (parecía enojado) y lo estaba. Le tomó varias fotografías, porque para ella era inusual ver disgustado a Lucas, siempre andaba feliz.
—¿Sí cayera me atraparías? —Bromeó ella, disfrutaba molestarlo.
—No lo haría —negó con la cabeza—. No te atraparía.
Corina se levantó de un tirón. Y se acercó al precipicio. Quería probar si lo que le había dicho era cierto.
—¡Voy a saltar! —Gritó eufórica.
Y el corazón de Lucas explotó de miedo al oírla.
—¡No! —exclamó llenó del pánico y el miedo—. No te atrevas.
Ella soltó una fuerte cargada, satisfecha.
—¿Por qué te estás riendo? —Se cruzó de brazos, intentando tranquilizar su agitado corazón—. ¿No temes caer y romperte una pierna?
Ella rio.
—No. Y eres un mentiroso…. Siempre me atraparías aunque yo no te lo pidiera… —Susurró en voz baja para que no la oyera.
Pero él la había oído.
—Voy a subir por ti si no bajas —advirtió.
Lucas hizo un ademán de querer escalar por el árbol.
—Voy a bajar. No subas, ¿esta bien?
Corina se deslizó por el árbol hasta que sus pies chocaron contra el suelo. Se recompuso y apoyó la espada contra el tronco de árbol.
—Ves, no me sucedió nada —murmuró, él solo ladeó la cabeza.
Se acercó a ella. Quería tocarla y corroborar que estuviera bien, que estuviera herida o lastimada. No podía imaginar un mundo sin ella.
—Solo cuido de ti —susurró, acariciando el borde su rostro—. ¿Por qué no te dejas cuidar?
—Será porque tu me enseñaste a cuidarme sola.
Corina apartó la mano de Lucas de su rostro al sentir surgir un leve cosquilleo en su estómago, el mismo que sentía cada vez que estaba cerca de él. Se sentó en el césped. Tenía las mejillas sonrojadas. Inhalo y exhaló varias veces para mantener bajo control sus emociones, quienes la amenazan por desbordarse.
Lucas no tardó en sentarse a su lado, le sonreía discretamente, quería decirle lo que sentía. Pero las palabras se convertían en un nudo en su boca y le era imposible desenredarlo.
—Me gusta estar junto a ti —murmuró Lucas, quien apenas podía hablar.
Ella volvió hacia él. Ambos se quedaron en silencio por unos minutos. No lo sé, el mundo parecía haberse desvanecido, o ellos lo sentía así. El viento les susurraba cosas incoherentes en sus oídos, cosas que no entendían del todo o tal vez cosas que ellos no lo querían entender.
Lucas se acercó más, siguiendo las indicaciones de su enamoradizo corazón.
—¿Crees en el destino? —le preguntó Lucas, mientras hojeaba un pequeño libro que era un poco más pequeño que la palma de una mano, y que solía guardar en el bolsillo de su chaqueta.
Ella no le respondió. Le padeció una pregunta muy tonta y repetitiva.
—¿Vas a responder mi pregunta? —insistió.
—¿Por qué me preguntas eso? Si ya sabes mi respuesta. No creo en el destino —respondió con firmeza y sus ojos brillaron por el reflejo del sol, parecía nacer un destello de ellos.
Él se quedó hipnotizado.
—Deberías creer en el destino —murmuró, inclinando su espalda—. Recuerdo que mi padre nos contó sobre el hilo rojo del destino. Según esto, dos personas estas unidas desde que nacen y estas destinadas a encontrarse en algún punto. Así estén al otro lado del mundo.
Corina estalló en cargadas. No creía en ese tipo de cosas. ¿Cómo puedes estar destinada a amar a alguien desde que naces? Eso es absurdo. El hilo del destino es un mito, pensó ella. Sólo eso, una historia fantasiosa.
—No lo creó —replicó ella— ¿Cómo dos personas pueden estar destinadas a estar juntas sin conocerse? Eso suena descabellado.
Pero Lucas si creía en ello. Para él, Corina era su destino, y su hilo rojo se movía en dirección a ella o eso le gustaba creer.
—El amor es absurdo y maravilloso.
—Tonto —lo molestó.
—Desastre —dijo entre cargadas.
Se divertían entre bromas y risas tontas, sin fijarse en el tiempo o en su alrededor. Tanto así que, ni siquiera notaron que el sol ya se había ocultado y estaba por anochecer.
—¡Mira! —Exclamó Lucas, señalando el cielo— las estrellas han comenzado a brillar.
Una fuerte ráfaga de viento pasó por el cuerpo de Corina.
—Hace frío…
Ella sacudió su cuerpo. Él quiso abrazarla, pero temiendo incomodarla sugirió:
—¿Voy a traer algo para abrigarte?
—Sí, por favor.
Lucas entró a casa y trajo una manta del sillón para que Corina se envolviera.
—No quiero que te dé un resfriado. —Sonrió con dulzura, mostrándole sus perfectos dientes blancos.
—Siéntate a mi lado —le pidió. Y le hizo un lugar.
Él aceptó un poco nervioso, y ambos se envolvieron con la manta, disfrutando del silencio. Perdiéndose entre los susurros de sus mentes.
Estuvieron así por lo menos una media hora. Para ellos las palabras sobraban ya que sus corazones se gritaban lo que sus bocas se obligaban a callar.
—Tus ojos me encantan, son verdes. El color de… —Se interrumpió. Y apartó un mechón de cabello de su rostro.
—Los sapos… —Corina soltó una risita nerviosa.
—No —afirmó, y su risa se desvaneció poco a poco—. Son del color de la vida.
Todo se detuvo.
—Yo… —Corina intentó hablar, pero le costaba.
Escucharon el sonido de un motor, acercándose. Levantaron la vista. Era el señor Henry, el padre de Lucas, había venido a llevárselo. Lucas se despidió y corrió al auto, y ambos se perdieron por la autopista ante la mirada de Cory.
Ella se quedó sola, esperando la llegada de su hermano, Steve. Quien solía llegar muy tarde del trabajo. Las horas pasaron y Steve llegó a casa, cansado y exhausto. Vio a Corina sentada en el porche, abrigada en una manta. Se acercó y sentó a su lado.
—¿Crees que estén en el cielo? —le preguntó—. ¿Pueden vernos?
Steve parpadeó varias veces, sin comprender bien la pregunta le contestó.
—Sí, ellos están ahí —señaló la estrella más brillante—. Cuidan que no hagas tonterías y te portes mal. Aunque creo que eres como un ratón escurridizo que le gusta romper las reglas.
—¡Steve!
—Lo siento, solo bromeó. Una parte de ellos siempre vivirá con nosotros. El amor verdadero nunca muere o se desvanece. Se transforma, pero permanece aún después de la muerte. ¿Recuerdas lo que nos decía mamá?
Corina recordó vagamente a su madre, pues aún le dolía su muerte.
—¿No puede morir algo que nunca existió? —Apretó sus labios conteniendo sus ganas de llorar— así que, el amor es indeleble. O amas ahora o no lo haces nunca.
Steve asintió, levemente, y levantó su vista al cielo estrellado. Recordó que en una noche como estas conoció a aquella chica de ojos celestes y cabellos dorados. Una parte de él, minúscula, quería volver el tiempo atrás y deshacer todo el daño.
—¿En quien piensas? —Le preguntó Corina, sospechando—. ¿En ella? Podrías… Buscarla.
Steve negó. Corina era muy joven para comprender los problemas del amor.
—No, las cosas no son así de sencillas, debo aceptar las consecuencias de mis actos. Ella, ya se debe estar enamorada de alguien más.
Corina no le respondió. No sabía que decirle para que se sintiera mejor.
Steve había cambiado estos dos últimos años. Parecía que el chico inmaduro y rebelde se hubiera convertido en un hombre maduro y sensato, pero más rígido y duro, algo que parecía imposible. Aunque no lo admitiera extrañaba a al antiguo Steve.
—Es mejor que te vayas a la cama.
—¿Y tú?
—Yo me quedaré un momento más.
Corina obedeció de mala gana a su hermano y se fue a la cama. Durmió poco, como de construmbre.
★☆★☆
Eran mediados de septiembre. El clima era friolento, con unas cuantas precipitaciones por las tardes, que por fortuna no duraban mucho tiempo. Además, el cielo lucía despejado la mayor parte del tiempo y era muy poco probable que lloviera.
—¿Crees que nos recuerden? —Le preguntó Corina a Steve, mientas colocaba un ramo de lirios blancos sobre la tumba—. Tengo miedo de que ellos se hayan olvidado de mí.
—Dime algo, ¿tú te has olvidado de ellos? ¿Lo has hecho? —Steve levantó la voz.
El corazón de ella se encogió. ¿Olvidarlos? Si no existe día en el cual ella no los pueda recordar.
—No, nunca lo haría. —Señaló corina su pecho— los guardo muy dentro de mí.
Steve le explicó que las personas que mueren no se olvidan de los que amaron en la tierra. Solo los esperan hasta poder alcanzarlas, les guardan un lugar en el cielo. Ella no estaba muy convencida. El otro día la profesora de literatura le dijo que las personas que morían iban al cielo y, una vez ahí, su mente era borrada. Olvidaban a los seres que alguna vez amaron.
Un teléfono comenzó a sonar.
Steve se alejó un momento para contestar, era de su trabajo. Corina se sentó cerca de la tumba de sus padres y les comentó sobre su día a día…
De pronto, escuchó una triste melodía. Tan triste que puede derretir el corazón más duro y ablandarlo. Caminó hasta el origen de la melodía y se escondió tras un árbol de arce. Lewis, uno de sus compañeros tocaba la armónica frente a una tumba rodeada de rosas blancas. Ella lo miró por un largo rato, sin que el se diera cuenta por supuesto.
—¡Corina! —Llamó Steve, apresuradamente — ¡tenemos que irnos! Te espero en el auto.
Ella corrió hasta el auto y se subió. El viaje fue un poco aburrido. A Steve le gustaba escuchar música, los blues eran sus favoritos. Le hacía algunas preguntas con respecto al instituto, ella respondida con un sí o un no. No tenía muchas ganas de conversar.
Al llegar a casa, se percató que todo el jardín estaba lleno de hoyos, las flores arrancas y la cerca rota. Sabía quién era el responsable: Togo, la mascota de Caled. Un pastor alemán de un año de edad, un regalo de su padre, el señor William.
Fue a buscarlo en su casa. Tocó la puerta por cinco minutos hasta que le abrieron.
—¿Qué quieres? —dijo algo molesto el señor William, quien olía a alcohol y cigarrillos. Le gusta beber desde temprano.
Se cubrió la nariz. El olor era muy fuerte y nauseabundo.
—Togo, otra vez destruyó mi jardín, señor.
El señor William entrecerró los ojos y la apuntó con su dedo.
—Togo sería incapaz de hacer este tipo de cosas… Seguro fue el perro de otro vecino. Los Macen, tienen un gato… No te fíes de ellos, decía mi abuela, sacan las garras y te estrangulan. —Se tambaleó en la puerta y casi se cae al suelo. Tuvo que agarrarse del travesaño—. ¿Qué me decías? Ah, ¡cierto! Los gatos son unos…
Corina negó con la cabeza, contrariada.
—Señor, Togo destruyó mi jardín —insistió—. Sino me veré obligada a llamar a la perrera para que se lleve a Togo, la próxima vez —advirtió.
Togo ladraba a través de la ventana, queriendo salir.
—Sí, sí, sí —balbuceó—. Se lo diré a mi hijo.
Corina asintió. Y regreso a casa, donde encontró a Steve preparando la cena.
Ella le contó todo lo que había sucedido a Steve, y él solo se burló. Dijo que exageraba un poco y su día libre lo ocuparía en arreglar el desastre del jardín. Su esperanza se desvaneció, Steve trabaja largas horas en la oficina apenas le alcanzaba para comer.
Termino de cenar y subió a su habitación a realizar con sus lecciones de español.