"Hey... hey, ¡hey! No te vayas, despertá. ¡HEY!"
11:30 PM - Tren en dirección al Valle del Sur:
Mm, parece que me había dormido. Me desperté y han pasado ya una hora y media desde que subí al tren.
La máquina avanza lento, como si dudara del camino. Las ventanillas estan normales: algunas sucias por el polvillo del trayecto, otras ligeramente astilladas, como si algún viejo intento de escape las hubiese marcado.
Del otro lado sólo veo campos secos, algunas vacas flacas, y cables colgando como cuerdas sin tensión.
Estoy sentado al lado de una señora dormida que roncaba suave, con la mochila entre las piernas y un nudo en el estómago que no era hambre.
No sabía bien a dónde iba. Tampoco importaba. Cerré todo: redes, contactos, mi casa... incluso partes de mí.
Solo quería moverme, cambiar de aire. Y sin embargo, lo único que sentía era ese viento nuevo, más limpio, pero igual de ajeno.
Tenía todo. Así que... ¿qué más da?
Me eché a dormir otras horas. De campos a ciudades, de ciudades a estaciones, y de estaciones a más nada.
Gente subía y bajaba como si supieran exactamente adónde ir. Algunos sacaban conversaciones espontáneas con sus compañeros de asiento.
Yo, en cambio, sólo estaba... tranquilo. Expectante. Feliz, tal vez. Esperando mi nuevo viaje.
La noche cayó. Me mantuve despierto observando; una madre que abraza a su hijo dormido, un chico escuchando música fuerte, un viejo que lee un diario viejo, etc.
Finalmente, la parada se acercaba. El tren empezaba a desacelerar.
Ya casi llegaba a su destino. O al menos, a lo que yo pensaba que era uno.
Había pasado un día entero en el viaje. Sin duda, el recorrido más largo que había tenido en mi vida.
Al bajar, el andén era un caos: gente empujándose, valijas golpeando, murmullos, gritos, bocinas. Entre empujes y tropiezos, note que algo se cayó:
—¡Oigan, esperen! ¡Hey!
No importa. Ya era tarde. Una de mis pertenencias quedó atrás, pero... tampoco podía hacer mucho frente a una multitud que avanzaba como estampida.
Suspiré. Me acomodé la mochila en el hombro y empecé a caminar. Explorar. Era un área grande, desordenado, con carteles medio colgando y una voz por altoparlante que no se entendía del todo.
No conocía nada, así que fui preguntando, mirando mapas pegados en las paredes, esquivando vendedores. Hasta que vi las paradas de taxi.
No tenía hambre. Había comido en el tren y dormido lo justo, así que tenía energía para otro viaje. Así que subí a uno de los autos:
—¿Adónde vamos, jefe?—Preguntó el taxista, un tipo canoso, con bigote y olor a cigarro.
—No estoy seguro... solo quiero recorrer un poco. ¿Hay algún lugar tranquilo para empezar?
Me miró de reojo por el espejo:
—Mmm... depende qué entendés por "tranquilo". ¿Querés ciudad, campo, río?
—Quiero... algo más chico. hay algún pueblo en el Valle del Sur, si puede ser.
—Hay uno, sí. No tiene mucho, pero es pintoresco. Aunque de ahí hasta el valle es un trecho.
—Entonces llévame hasta ahí porfavor.
El viaje siguió por calles desconocidas, avenidas con negocios apagados, y barrios que empezaron a perder forma. Me bajé en una pequeña ciudad intermedia. Caminé por sus veredas, pasé por un kiosco donde compré agua y algo para picar. Vi carteles con nombres que no me decían nada. Pregunté por el pueblo. Algunos no lo conocían. Otros me señalaron con la mano hacia un costado del mapa.
—Tenés que agarrar la ruta vieja, esa que bordea el cerro. Hay combis que te dejan por ahí, pero pasan cada tanto.
Esperé un par de horas. Luego me subí. La combi era rústica, con asientos duros y olor a nafta, pero me llevó.
Finalmente, llegué. El cartel era oxidado apenas legible.
Un pueblo que no salía en Google Maps.
Lo importante es que había llegado, y con eso una meta cumplida mientras exhalaba de alivio.
El pueblo era simple. Y eso me gustaba.
Casas bajas, calles de tierra y cemento, árboles viejos con ramas largas que daban buena sombra; No tenía muchas señales ni edificios altos, pero sí vecinos que saludaban con la cabeza, perros sueltos que cruzaban sin apuro, y un silencio que se sentía... limpio.
Caminé un rato. Me acerqué a un almacén pequeño, donde una mujer con delantal me vendió pan casero, un poco de queso y una gaseosa tibia:
—¿Eres nuevo por acá?—Preguntó, sonriendo.
Asentí. Me preguntó de dónde venía, le respondí con evasivas. No insistió.
Después busqué dónde quedarme. Un cartel medio torcido en una reja decía "alquiler temporal". Toqué timbre. Un señor mayor me atendió con una voz ronca y amable. Por un precio justo, me ofreció un pequeño departamento: una habitación, baño con ducha, cocina oxidada pero funcional, y una ventana con vista a un árbol.
Me instalé. Me bañé. Guardé mis pocas cosas. Comí en la mesa del living viendo por la ventana cómo caía el sol sobre los techos bajos.
Esa noche salí a caminar de nuevo. El pueblo era todavía más callado después de las 9. Algunas casas tenían la tele prendida, otras luces apagadas. Se escuchaban grillos. Y de vez en cuando, un auto viejo que pasaba lento.
Al día siguiente, repetí: paseo por los bordes del pueblo, fotos con la cámara, charla corta con un vendedor de empanadas, más comida, más sol.
El lugar parecía detenido en el tiempo. Y por primera vez en mucho, no sentía prisa por estar en otro lado.
Pero fue en ese momento, mientras buscaba una foto que había sacado... que me di cuenta.
No tenía el celular. Revisé bolsillos, mochila, la campera. Nada.
Ni rastro.
Lo había perdido.
Probablemente en el tren, tal vez entre los empujones, o en alguna de las paradas en el camino.
Me quedé sentado en la cama, mudo.
Sin celular.
Sin contactos.
Sin registros.
Sin nadie.
Al día siguiente, me desperté con el canto de un gallo y el sonido de una radio que sonaba desde alguna casa vecina. Me vestí sin apuro y salí temprano, con una bolsa de tela vacía y ganas de caminar.
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Editado: 23.05.2025