El domingo pasó volando. No fuimos a misa. Mi mamá estaba demasiado preocupada por el tiempo que estuve desmayado, así que decidió que lo mejor era quedarnos en casa. Yo pasé todo el día acostado en mi cuarto, sin moverme mucho, con la mirada perdida en el techo, tratando de ordenar las ideas.
Ella pensaba que estaba enfermo. Que algo me había afectado la cabeza. Decía que me veía “ido”, como si no estuviera del todo ahí.
Y tenía razón… pero no era por lo que creía.
Yo seguía atrapado en lo que había vivido. Tratando de entender si todo había sido real, o si mi mente me estaba jugando una broma. Tenía miles de preguntas y ni una sola respuesta. Solo una cosa era clara: la vara.
Seguía ahí, en mi mesita donde hago las tareas. Verde, con esos símbolos que titilaban suavemente, como si respiraran. Una prueba muda de que, de alguna forma, sí había pasado.
Lunes. Día de escuela.
Estudiaba en una secundaria particular. Mi papá me llevaba cada mañana, ya que le quedaba de paso camino al trabajo. La escuela era grande, con edificio de primaria, secundaria y prepa, y zonas deportivas enormes: canchas de fútbol, básquetbol y una alberca olímpica donde entrenaba los miércoles por la tarde.
No era muy sociable. Nunca lo fui. Solo tenía una amiga: Angélica.
Crecimos juntos, casi como hermanos. Nuestras madres eran amigas desde la prepa —o eso contaban siempre—, así que yo pasaba tanto tiempo en su casa como ella en la mía.
Angélica tenía la piel clara y el cabello rojo, siempre recogido en una coleta trenzada que le bailaba detrás con cada paso. Su cara estaba llena de pecas y tenía unos ojos verdes aceituna que parecían brillar cada vez que reía. Y reía seguido. Hablaba mucho, de todo, con todos. Aunque en realidad, hablaba conmigo más que con nadie.
Ese lunes iba a comer en su casa, ya que mis padres estarían ocupados todo el día.
Moría por contarle lo que me había pasado. Necesitaba hacerlo. Sentía que me iba a volver loco si me guardaba más tiempo todo aquello. Pero también me aterraba que pensara que había perdido la cabeza.
¿Cómo le explicas a tu mejor amiga que estuviste en otro mundo?
¿Cómo le describes una ciudad hecha de colmenas o una reina que habla a través del pensamiento… sin que suene a puro cuento?
Respiré hondo. Quizá solo necesitaba decírselo. Aunque no me creyera. Aunque se burlara.
Porque si no compartía esto con alguien, tal vez ni yo iba a poder seguir creyendo que era real.
El lunes en la escuela transcurrió sin ninguna novedad. Éramos pocos en el salón, apenas quince alumnos. Como siempre, me senté en el centro, y a mi lado estaba Angélica.
Cursábamos el tercer grado de secundaria y estábamos a meses de graduarnos para pasar a la prepa. De todas las materias, la que más me gustaba era Ciencias Naturales, especialmente química y biología. Todo lo que tuviera que ver con las plantas, los animales y la mezcla de sustancias me fascinaba. Cuando tocaba ir al laboratorio, era el primero en poner atención, el primero en tomar notas, el primero en hacer preguntas.
Nuestro maestro de ciencias se llamaba Alfredo Guerrero. Tenía unos cuarenta años, cabello negro con un mechón blanco que le cruzaba la frente. Su piel era aterciopelada y hablaba con una voz gruesa y pausada, como si cada palabra que decía pesara lo justo y necesario. A pesar de su apariencia seria, era uno de los profesores más queridos del colegio. Sus clases estaban llenas de historias: experimentos que salieron mal, descubrimientos raros, teorías locas que alguna vez fueron verdad.
Ese día hablaba sobre la fotosíntesis.
Pero yo apenas podía concentrarme.
Tenía la mirada clavada en el pizarrón, pero mi cabeza estaba en otro lugar. La vara no salía de mis pensamientos. ¿Era mágica de verdad? ¿Y si todo lo vivido había sido un sueño inducido por alguna planta rara en el bosque? ¿Y si... simplemente me estaba volviendo loco?
—¿Puedes decirnos cuál es el pigmento principal en la fotosíntesis? —preguntó de pronto el maestro Guerrero, mirándome directo.
—¿Eh? —dije, dando un pequeño brinco en mi asiento.
—La clorofila —susurró Angélica, inclinándose hacia mí sin que el maestro se diera cuenta.
—La clorofila —repetí, tratando de sonar seguro.
El maestro Guerrero asintió con una leve sonrisa y continuó la clase como si nada. A mi lado, Angélica me lanzó una mirada con la ceja levantada, como diciendo: “¿Qué bicho te picó?” Yo solo le devolví una sonrisa nerviosa, intentando ocultar el torbellino en mi cabeza.
Sonó el timbre del recreo y salimos al patio. Había varias bancas rodeadas de árboles, donde casi siempre comíamos lo que nos daban para almorzar. Ese día me habían preparado un sándwich de maní con un jugo de naranja frío, y a Angélica, por lo visto, una ensalada de frutas con yogur y un licuado rosa que supuse era de fresa.
Mientras comíamos, ella hablaba animadamente sobre su fin de semana: que había ido al cine con su prima el sábado, y que el domingo se lo había pasado viendo series con su gato echado encima. Yo asentía de vez en cuando, pero no escuchaba realmente. Mis pensamientos seguían vagando, atrapados entre preguntas sin respuesta.
No podía dejar de pensar en lo que había vivido. En Neraida. En Sairel, en Baco, en las ciudades hechas de flores y colmenas. En la vara que había dejado en mi mesa de tareas.
Todo se sentía tan real… pero ¿y si no lo fue?
Pensaba en cómo el tiempo parecía haberse congelado cuando me desmayé, y cómo, en segundos, parecía haber vivido horas en otro mundo. Seguía sin entenderlo. Y no tenía idea de cómo contárselo a Angélica sin que creyera que se me había zafado un tornillo.
De pronto, su voz me sacó en seco de mis pensamientos:
—¡¿Me estás escuchandoooo?! ¿Por qué no me prestas atención?
Me sobresalté. Estaba por abrir la boca y decirle todo —todo, sin reservas— cuando sonó la campana de regreso a clases.