Biff, un hada de Apitium, había sido durante años el guardián y consejero directo de la reina Sairel. Siempre cerca, siempre atento. Había aprendido sus técnicas, conocido sus secretos, escuchado sus dudas más profundas.
Sairel confiaba en él ciegamente.
Cada vez que una decisión importante debía tomarse, Biff era convocado. Sabía cómo moverse, cómo hablar. Su tono era siempre conciliador, su actitud humilde, su lealtad aparente.
Pero dentro de Biff algo se cocinaba con fuego lento: ambición. No quería servir. Quería ser servido. No admiraba a Sairel… la envidiaba.
No bastaba con estar cerca del poder. Quería tenerlo. Todo. Y aunque sabía que no tenía la fuerza para desafiarla de frente, su mente tejía en silencio formas de vencerla desde las grietas.
Su oportunidad llegó una tarde, cuando la reina Alondra visitó Claro Verde. Algo era distinto esa vez. Biff notó que no fue llamado a la recepción oficial.
Se deslizó sin ser visto entre cortinas de seda viva, y se escondió detrás del tapiz real, en el Salón de los Nudos Dorados. Desde ahí, escuchó cada palabra.
Sairel: —Hola, hermana. Qué gusto tenerte en estos reinos.
Alondra: —El gusto es mío, como siempre.
Sairel: —Leí la carta que me enviaste con tu guardián. ¿Qué te preocupa exactamente?
Alondra: —Una de nuestras hadas exploradoras divisó humanos en la Tierra Prohibida.
Sairel: —¿La tierra donde reposa el…?
Alondra (asintiendo): —El Necromicron.
Sairel (en voz baja): —Ese libro no debe ser encontrado. Sellamos su existencia. Quemamos los registros. Si los humanos se acercan… podría significar el fin no solo de nosotras… sino de todo.
Alondra: —Por eso vine enseguida. ¿Cómo actuaremos? Sairel: —De momento, esto quedará solo entre nosotras. —Gracias por advertirme, hermana.
Desde su escondite, Biff sintió el corazón golpearle el pecho. El Necromicron. Un grimorio perdido. Olvidado por los clanes de magia viva. Un objeto prohibido por su poder para manipular la vida… y la muerte.
Ahora, el deseo de Biff ya no era simplemente gobernar. Era reescribir las reglas del mundo.
—Guardias, llamen a los consejeros. Los quiero de inmediato. La voz de la reina Sairel resonó firme por todo el palacio.
Biff, aún oculto tras los cortinajes de la sala del consejo, tensó los hombros. Esperó unos segundos antes de salir de su escondite. Fingió que recién llegaba para no despertar sospechas.
Cuando todos estuvieron reunidos en el recinto mayor, la reina habló con solemnidad:
—Haremos una visita al mundo no mágico.
Hubo murmullos contenidos. Biff fue el primero en levantar la voz.
—¿Qué sucede, majestad?
—Lo de siempre —respondió ella, mesuradamente—. Es nuestra inspección anual. Debemos observar cómo los humanos tratan la tierra, los bosques… si respetan los ciclos. Como saben, solo intervenimos si es absolutamente necesario. Polinizamos, plantamos, sanamos en silencio… sin revelar nuestra existencia.
Pero Biff no tragó esa explicación. La reina ocultaba algo. Ese libro. ¿Qué tan peligroso podía ser?
Más tarde, con el plan ya asignado, Biff se acercó a uno de los guardias y murmuró:
—Debo ausentarme un momento. Informa a la reina que no podré acompañarla hoy.
Salió del palacio casi corriendo. Cruzó el Bosque de las Cúpulas hasta llegar al Gran Árbol de Claveles. A un costado, en un altar de raíces, estaba Zoe, la guardiana de los portales.
—Necesito cruzar al otro lado —ordenó Biff.
Zoe levantó la mirada, sorprendida.
—Lo siento, Biff. Sin autorización directa de la reina, no puedo abrir el portal.
—¿Sabes con quién estás hablando? —replicó él, endureciendo el tono—. Soy su consejero personal. Esto es una urgencia.
Zoe dudó. Finalmente, dio un suspiro y extendió ambas manos.
Del aire nació una pared de luz, que se curvó como un velo líquido hasta convertirse en un espejo translúcido.
Justo antes de cruzarlo, Biff se giró y recitó un conjuro en voz baja:
—Olvidatummomentum.
Zoe se desplomó inconsciente sobre la raíz. El hechizo la haría olvidar todo.
Biff dio un paso… Y cruzó.
Los portales respondían al pensamiento. No llevaban a un sitio fijo, sino a donde el viajero concentrara su voluntad. Biff pensaba en ruinas. En secretos. En poder.
Apareció en Siria y oculto entre las hierbas secas, observó. A lo lejos, un grupo de arqueólogos tomaba fotografías de lo que llamaban una civilización “preatlante”. Estaban emocionados. Decían que los jeroglíficos no coincidían con ningún sistema conocido.
Delante de ellos, cuatro pilares formaban un cuadrado perfecto, cada uno de unos dos metros de altura. Tallados en una piedra extraña que parecía mármol pero con un brillo metálico.
Más allá… una puerta.
Hecha del mismo material, pero más oscura. Tenía un hueco en forma de triángulo justo al centro, flanqueado por inscripciones arcanas.
Biff entrecerró los ojos. Sabía que aquello era importante. Peligroso.
Pero no entendía lo que decía.
Recordó algo: en el cuarto de Sairel, dentro de una caja de cristal custodiada por un hechizo, estaba el Codex de Lenguas Olvidadas. Allí había un conjuro capaz de descifrar cualquier idioma. Sairel lo usaba rara vez, pero Biff lo había escuchado más de una vez al pasar.
Y esa caja… también guardaba algo más: el diario ancestral de los reyes de Claro Verde. Historias, decisiones, secretos. Todo lo que necesitaba para convertirse en lo que deseaba o más; muchos más.
Desde la sombra de un tronco hueco, Biff observó a lo lejos una caravana de hadas polinizadoras que se preparaba para cruzar al mundo no mágico. Se agazapó entre arbustos, esperando el momento justo. Cuando las hadas brincaron a través del portal, él dio un salto ágil tras ellas, colándose sin ser visto.
Mientras tanto, en Agestes, la reina Sairel se reunía en su salón con un círculo de sabios y guardianes. La noche se sentía espesa.