La tarde caía con un silencio extraño sobre el vecindario. En la sala de la casa de Angélica, seis figuras se reunían por primera vez con una tensión que se podía cortar con el aire. Los adultos caminaban de un lado a otro, inquietos, tratando de entender lo que estaban escuchando.
Gibrán y Angélica estaban sentados uno junto al otro. Frente a ellos, los padres de ambos. El padre de Gibrán, aún con el uniforme de trabajo, cruzaba los brazos con el ceño fruncido. Su esposa sostenía el diario del abuelo entre las manos, como si fuera una reliquia sagrada.
—¿Quieres repetir lo que acabas de decir? —preguntó el padre de Angélica, incrédulo, mirando fijamente a la madre de Gibrán.
Ella respiró hondo. Su voz era firme, pero cargada de emoción.
—Claro Verde es real. No es un cuento. No es fantasía. Yo lo vi… lo escuché de mi padre cuando era niña. Y ahora, mi hijo ha cruzado ese umbral. Como su abuelo antes que él.
El padre de Gibrán se pasó una mano por el rostro, como si intentara borrar lo que acababa de escuchar.
—¿Y tú sabías esto todo este tiempo? ¿Y nunca dijiste nada? Mirando a su esposa con enfado y escepticismo.
—No lo sabía todo —respondió ella, con la voz quebrándose un poco y con mirada melancólica, como si recordar lo que su padre le relataba lo hubiese negado u olvidado le doliera—. Solo fragmentos. Pensé que eran historias, cuentos… y con eso me quedé. Pero cuando Gibrán vino a mí y me habló de la vara, de las hadas… supe que todo lo que me había relatado mi padre era verdad. Que no eran delirios. Mi memoria me llevó al diario que tenía guardado en un baúl.
El padre de Gibrán negó con la cabeza, incrédulo.
—¿Y tú también crees en esto? —le dijo a su hijo, con una mezcla de preocupación y enfado—. ¿En hadas? ¿En portales mágicos?
—No es cuestión de creer —respondió Gibrán, con la voz firme—. Es real. Lo he visto. Lo he vivido. Y en ese lugar… la reina me pidió ayuda. Algo les está pasando a ellos… algo que proviene de nosotros.
Angélica intervino, con voz suave pero decidida:
—Hay un estanque… o lo que queda de él. Algo está pudriendo el agua. Matando la vida.
El padre de Angélica se levantó de golpe, visiblemente alterado.
—¡Es el lugar de las fotos y documentos que sacaste de mi escritorio, ¿verdad?! El que te dije que no investigaras…
Se quedó en silencio un momento, mirándola con una mezcla de frustración y orgullo.
—Hija mía… tenías que ser tú.
Se volvió hacia los chicos.
—¿Pueden llevarnos al estanque?
—Podemos —dijo Gibrán—. Pero deben prometer que no negarán más que hay un grave problema. Que no lo ignorarán.
Hubo un silencio tenso. El padre de Gibrán bajó la mirada. La madre de Angélica cruzó los brazos, pensativa. El padre de Angélica asintió lentamente.
—Está bien. Vamos a verlo con nuestros propios ojos.
Y uno a uno, todos se pusieron de pie.
El camino al estanque fue silencioso. El aire parecía más denso, más cargado y pestilente, todo alrededor del mismo era aterrador, animales muertos todo el paisaje era desolador.
Donde antes había agua cristalina, ahora había un charco oscuro, espeso, cubierto de una película aceitosa. Las plantas alrededor estaban marchitas. Los árboles, ennegrecidos. Y en el aire… un zumbido bajo, constante, como si algo invisible respirara con dificultad.
Los adultos se quedaron en silencio.
—Esto… esto es terrible y espantoso; no puede ser natural —murmuró el padre de Gibrán.
—No lo es... poniendo su mano para tapar sus narices ya que el olor era quemante —respondió su esposa, sin apartar la vista del agua.
Angélica se agachó y tocó una hoja seca. Se deshizo entre sus dedos como ceniza.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó, con la voz apenas audible.
Gibrán miró a su madre y luego al estanque.
—Lo analizamos les comento a todos, llevamos una muestra con el profesor de química y hallaron restos de productos químicos y según lo que sabe el papá de Angélica… esa fábrica sigue derramando sus desechos aquí.
Un escalofrío recorrió a todos.
El padre de Angélica, con el rostro endurecido, asintió.
—Sí. Y lo peor es que hay un manto freático bajo esta zona. Si la contaminación llega hasta ahí… el pueblo entero se verá afectado. Miren los animales muertos alrededor del estanque. Esto ya empezó.
Gibrán apretó los puños.
—Volvemos a casa. Pero no para escondernos. Vamos a prepararnos.
Esa noche, en la casa de Angélica, todos se sentaron alrededor de la mesa.
Sobre ella estaban las fotografías del estanque, los análisis químicos que el maestro de ciencias le había entregado a Gibrán, y el diario del abuelo, abierto en una página marcada con símbolos antiguos.
El padre de Angélica, con el rostro serio, revisaba los documentos en silencio. Su esposa leía en voz baja fragmentos del diario. La madre de Gibrán señalaba los compuestos detectados en el agua. El padre de Gibrán, aún incrédulo, no decía nada… pero escuchaba.
—Esto es suficiente para presentar una denuncia formal —dijo finalmente el padre de Angélica—. Pero no será fácil. Esa fábrica tiene aliados. Influencias.
—Entonces no lo haremos solos —respondió su esposa—. Hay otros que han visto lo que está pasando. Podemos reunir pruebas, hablar con la prensa, presionar desde adentro.
—Y si no funciona —añadió la madre de Gibrán—, encontraremos otra forma. Pero no podemos quedarnos de brazos cruzados.
Gibrán y Angélica se miraron. Por primera vez, no eran ellos quienes llevaban la carga del secreto.
Los adultos ya no eran solo testigos. Ahora eran parte del plan.