Un giro inesperado

Capítulo 9: El refugio del guardian

La noche era espesa y silenciosa. En la casa de Angélica, solo el crujido de las hojas afuera rompía el silencio. Sobre la mesa, el diario del abuelo seguía abierto, pero algo había cambiado.

Una de las páginas, antes en blanco, comenzaba a mostrar líneas tenues, como si la tinta despertara con la luz de la luna.

—¿Están viendo eso? —susurró Angélica.

Gibrán se inclinó sobre el diario. Las líneas se entrelazaban hasta formar un mapa. No era un mapa común: mostraba dos mundos superpuestos, unidos por símbolos antiguos. En el centro, una inscripción brillaba con un resplandor tenue:

“Llave de Atlante. La Vara del Equilibrio. Solo ella puede abrir lo sellado.”

—Es la misma frase que vimos antes —dijo Gibrán—. Pero ahora hay coordenadas… o algo parecido.

El padre de Angélica tomó una lupa y examinó los trazos.

—Esto parece una ruta. Y estos puntos… podrían ser portales. O lugares donde el Velo es más delgado.

—¿Y esto? —preguntó la madre de Gibrán, señalando un símbolo en espiral.

—Es el sello de los Guardianes del Velo —respondió Gibrán, casi sin pensar—. Lo vi en Claro Verde. En la sala de los pactos.

El padre de Gibrán, aún escéptico, se cruzó de brazos.

—¿Y qué se supone que hagamos con esto? ¿Ir a buscar una vara mágica como si fuéramos parte de un juego?

—No es un juego —dijo su esposa, con firmeza—. Si no hacemos nada, esa mancha llegará al manto freático. Y después… al pueblo entero.

El padre de Angélica asintió.

—Yo puedo mover algunas piezas. Contactar a un periodista, presionar desde el ayuntamiento. Pero si esa vara existe… y si es la clave para detener esto, alguien tiene que encontrarla.

—Nosotros —dijo Gibrán, mirando a Angélica—. Podemos hacerlo. Pero necesitamos su ayuda aquí. Para proteger el portal. Para frenar la fábrica.

Se miraron todos. Por primera vez, sin miedo. Sin evasivas.

—Entonces es un trato —dijo la madre de Angélica—. Ustedes buscan la vara. Nosotros… nos encargamos del resto. Y así, bajo la luz de la luna y el resplandor del diario, se selló una nueva alianza.
El amanecer encontró a Gibrán y Angélica en el jardín trasero, con las mochilas listas y el diario cuidadosamente envuelto en tela. El mapa seguía visible, como si la tinta mágica supiera que había sido descubierta.

—¿Estás lista? —preguntó Gibrán.

—No —respondió Angélica, sonriendo con nerviosismo—. Pero eso nunca nos ha detenido.

El punto marcado en el mapa era pasando el estanque contaminando, rodearon la cerca y siguieron su rumbo mas adentro del boque. Según el diario, allí se encontraba el Refugio del Guardián, un santuario oculto bajo la tierra al parecer y ahi el abuelo de Gibrán habría escondido la Vara del Equilibrio antes de desaparecer.

El acceso al refugio no fue fácil. Tuvieron que cruzar ramas retorcidas y piedras de gran tamaño. Hubo un tramo del bosque que parecía más oscuro de lo normal, como si el sol evitara tocarlo. El aire olía a tierra húmeda… y a advertencia.

—Aquí es —dijo Gibrán, señalando una formación de piedras cubiertas de musgo.

Había una runa extraña, parecida a la que tenía grabada la rama que le había dado la reina Sairel. En el centro, una espiral tallada en la roca coincidía con el símbolo del diario.

Gibrán colocó la rama en una ranura natural de la piedra. El suelo tembló levemente. La roca se movió con un crujido profundo, y una gran escalera descendente apareció frente a ellos. Una luz azulada emergía desde lo profundo.

—¿Estás viendo esto? —exclamó Gibrán, emocionado.

Angélica lo miraba absorta, con una mezcla de asombro y temor. Sin decir palabra, comenzaron a bajar.

Al tocar el suelo, se encontraron en una gran cueva. Un pasillo estrecho los condujo hasta un umbral tallado con símbolos antiguos. Al cruzarlo, entraron en una sala circular, con paredes cubiertas de inscripciones que parecían moverse con la luz.

En el centro, sobre un pedestal de piedra, descansaba una vara… pero no era como la que Gibrán ya conocía.

Era más delgada, de un verde profundo, con runas que brillaban suavemente al ritmo de su respiración.

Y entonces, una figura emergió de entre las sombras.

No era una criatura mágica. No era un guardián desconocido.

Era un hombre.

Vestía una túnica desgastada, y su rostro, aunque envejecido, era inconfundible. Gibrán lo había visto en fotos, en sueños, en recuerdos prestados.

—Abuelo… —susurró, con la voz quebrada.

El hombre asintió, con una mirada serena y profunda. Su rostro estaba surcado por arrugas que no eran solo del tiempo, sino de decisiones difíciles. Vestía una túnica desgastada, bordada con símbolos que Gibrán apenas comenzaba a reconocer.

—Has llegado lejos, Gibrán. Más de lo que yo imaginé. Pero aún no estás listo para tomar la vara.

—¿Por qué? —preguntó Gibrán, dando un paso al frente—. La necesitamos. Claro Verde está en peligro. Nuestro mundo también.

El abuelo lo miró con ternura, pero también con una gravedad que pesaba como piedra.

—Lo sé. Pero el equilibrio no se entrega. Se gana. Y para eso… debes superar una prueba.

Angélica lo miró con preocupación.

—¿Qué tipo de prueba?

El abuelo se volvió hacia ella, con una leve sonrisa.

—Una que no se mide con fuerza ni con magia. Sino con verdad.

Gibrán tragó saliva. Tenía mil preguntas. Pero una le quemaba más que todas.

—¿Por qué te fuiste? ¿Por qué nunca volviste?

El abuelo bajó la mirada. Su voz se volvió un susurro cargado de memoria.

—Porque fallé. Porque creí que podía proteger el Velo solo… y no fue así. Perdí a compañeros. Perdí la fe. Y cuando descubrí que el Necromicron aún existía, supe que mi tiempo había terminado. Solo me quedaba esconder la vara… y esperar que alguien más digno la encontrara.

—¿Y mamá? —preguntó Gibrán, con un nudo en la garganta—. ¿Por qué no le dijiste nada?




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