Un giro inesperado

Capítulo 10: Zumbido de traición

El viento en Claro Verde no traía perfume de flores esa tarde. Traía un murmullo inquieto, como si el bosque respirara con dificultad. Las copas de los árboles se mecían sin ritmo, y las flores cerraban sus pétalos antes de tiempo. Algo se estaba rompiendo. Mientras que la mancha seguía devorando todo a su paso, y los que habian escapado de ella, lo describian como un enorme remolino negro; los sabios y principales lideres de los distintos poblados aun no sabian que era, pero lo que si era una certeza es que provenia de lado humano y eso estaba afectado a todo el universo de Claro Verde.

En el corazón del Bosque de las Cúpulas, la reina Sairel caminaba lentamente entre los antiguos círculos de piedra. Lucía un vestido de satén verde oscuro que brillaba como hojas bajo la luna, y su bastón, tallado con símbolos élficos, emitía destellos irregulares, como si reaccionara a una presencia invisible. A su alrededor, sus consejeras la seguían en silencio, atentas a cada gesto.

El rostro de Sairel, normalmente sereno, estaba marcado por una tensión contenida. Habían llegado informes preocupantes desde el este: movimientos extraños, zonas donde el Velo se debilitaba... e incluso, según los vigías, zánganos emergiendo de antiguos túneles, reliquias de una guerra que muchos creían olvidada, pero que parecía resurgir.

—¿Estás segura? —preguntó la reina, deteniéndose frente a su capitana con una mirada grave.

—Sí, mi reina. Las avispas han estado espiando nuestros pasos —informó la capitana con voz firme—. Uno de nuestros centinelas halló un transmisor oculto en un ducto, cerca de la cocina. Lo descubrimos durante la limpieza rutinaria.

Sairel cerró los ojos, contenida. Su cetro vibró suavemente, emitiendo una luz pálida: no era magia, era furia contenida, compartida.

—Entonces… la tregua ha sido rota.

Mientras tanto, al otro extremo del bosque, en los túneles de néctar seco y raíces negras, la reina Sephora también había recibido las noticias. Su voz, áspera y múltiple como un enjambre agitado, resonó en la cámara:

—Nos descubrieron.

Uno de sus emisarios, con las alas recogidas como gesto de culpa, asintió con lentitud.

—Las hadas saben que las hemos estado observando.

Sephora no se inmutó. Su mirada, oculta tras una máscara de pétalos secos, era impenetrable.

—Era cuestión de tiempo. Pero no nos retiraremos. No ahora que el equilibrio ha despertado. Si Sairel quiere guerra… la tendrá.

El primer ataque fue silencioso. Un enjambre de Vespidae cruzó el límite del bosque como una sombra rastrera y, sin previo aviso, arrasó uno de los altares de comunicación de las hadas. Las piedras sagradas se partieron con un estruendo ahogado. El eco apenas alcanzó a dispersarse cuando Sairel ordenó la respuesta.

Las guardianas aladas surcaron el aire con precisión letal.

El cielo estalló en destellos verdes y zumbidos profundos. Alas contra alas. Luz contra sombra. Las hadas conjuraban raíces que brotaban del aire y lanzaban espinas como dardos silvestres. Las avispas respondían con ácido, veneno y fuego. El bosque tembló. Las copas de los árboles crujían como si susurraran de dolor.

Y, en medio del caos, una figura permanecía inmóvil entre las sombras: Biff.

—Perfecto —murmuró con una sonrisa torcida, mientras los destellos y rugidos teñían el cielo—. Que se destruyan entre ellas. Así será más fácil tomar lo que necesito.

Sin perder tiempo, se deslizó entre ramas bajas y raíces abiertas, como un pensamiento oscuro. Su destino: una cámara secreta bajo el palacio de Claro Verde, sellada por siglos.

Era el antiguo cuarto de los libros prohibidos. Las paredes estaban cubiertas por estanterías vivas, formadas por corteza y savia petrificada, y las raíces entrelazadas parecían respirar con lentitud. En el centro, como un corazón oscuro, reposaba un cofre de madera negra, cubierto de runas centelleantes. Solo un consejero real podía activarlas.

Pero Biff no era cualquier intruso. Y el cofre… estaba a punto de abrirse.

Biff alzó su vara y pronunció con voz firme:

—Revelaummomentoguardianpasado.

El aire se tensó como una cuerda a punto de romperse. Un resplandor verde emergió del cofre y, en un murmullo arcano, un pergamino antiguo flotó hacia la superficie, cubierto de polvo acumulado durante siglos. Apenas tocó el aire libre, las letras comenzaron a trazarse solas, como si una mano invisible las escribiera con fuego vivo allí estaban: los nombres de los Guardianes del Velo. Línea tras línea, generaciones enteras de protectores del equilibrio. Nombres olvidados por el mundo, pero no por la magia. Y entre todos, uno brillaba con una intensidad distinta, como si el tiempo no hubiera podido apagarlo:

“Elián, Guardián de la Vara del Equilibrio. Elegido por su bondad, su honestidad… y por su vínculo con el Necromicron.”

Biff dio un paso atrás. El nombre lo golpeó como una ráfaga helada.

—El abuelo del niño… —susurró, entrecerrando los ojos, mientras su respiración se volvía tensa.

El pergamino vibró, como si percibiera que había revelado demasiado. Y entonces, con un destello sordo, se deshizo en el aire, dejando solo cenizas suspendidas que giraban como motas de memoria perdida.

Biff apretó los dientes, con la mandíbula tensa.

Ahora lo sabía: la vara que buscaba no era la que Gibrán portaba. No. La verdadera estaba oculta, sellada por el abuelo... Elián.
Y esa vara —la original, la que aún latía con el poder del equilibrio— era la llave real.

Pero lo que Biff ignoraba… era que ya había sido reclamada.
Y que el libro, el Necromicron, solo respondía a quien portara esa vara.
Y Biff… no lo era.

En el claro sagrado del Bosque de las Cúpulas, Sairel se arrodillaba junto al cuerpo inmóvil de una de sus guardianas. Su cetro brillaba con una luz apagada, como si compartiera su pena. No dijo palabra alguna. Solo bajó la cabeza y colocó una hoja sobre el pecho de la caída. Una hoja que comenzó a marchitarse lentamente… como señal de que el equilibrio se quebraba.




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