Un giro inesperado

Capítulo 11: Entre humo y alas

El cielo estaba cubierto de nubes densas, como si el mundo supiera que algo estaba por romperse. Gibrán y Angélica caminaban en silencio por el borde del bosque, con las mochilas al hombro y la vara fusionada envuelta en una tela de lino. No era solo un objeto. Era una promesa. Y también, una advertencia.

—¿Estás seguro de que hoy es el día? —preguntó Angélica, con la voz baja.

—La vara no ha dejado de vibrar desde anoche —respondió Gibrán—. Algo va a pasar. Y tenemos que estar ahí.

La fábrica se alzaba como una herida abierta en medio del paisaje. El estanque seguía burbujeando con su líquido verdoso, pero ahora había más movimiento. Camiones sin placas. Hombres con trajes oscuros y gafas negras, como si quisieran borrar su identidad. Sus trajes eran gruesos, de tela sintética impermeable, con costuras reforzadas y botas industriales. Algunos llevaban mochilas metálicas con tubos que se conectaban a sus espaldas, como si transportaran sustancias peligrosas. No hablaban. Solo se movían con precisión militar.

—Están acelerando todo —murmuró Angélica—. Como si supieran que los van a descubrir.

—O como si esperaran algo peor —añadió la madre de Gibrán, que se había unido a ellos en secreto esa mañana. Vestía ropa de campo, pero llevaba consigo una pequeña bolsa de cuero con símbolos bordados. Era el mismo bolso que su padre —el abuelo de Gibrán— usaba en sus expediciones.

—Mamá… ¿estás segura de venir? —preguntó Gibrán.

—No pienso quedarme atrás mientras ustedes arriesgan la vida. Además —dijo, sacando de la bolsa un pequeño espejo con bordes de madera viva—, alguien tiene que vigilar el portal.

Se ocultaron entre los arbustos. Gibrán sacó la vara. Al contacto con el aire, las runas comenzaron a brillar. No era solo una guía. Era un faro. Y estaba reaccionando a algo… o a alguien.

—Vamos a entrar —dijo Gibrán.

—¿Estás loco? —susurró Angélica—. Hay guardias. Cámaras. No podemos…

Pero antes de que terminara la frase, una figura emergió del bosque. Era Baco, con el rostro serio y las alas plegadas.

—No están solos —dijo, con voz mental—. Hemos venido a ayuda

Detrás de él, una docena de criaturas del mundo mágico: Helix Aspersa, pequeños Quercus Robur, y dos Spectrums armados con lanzas de luz. El bosque entero parecía haberse movilizado.

—¿Cómo supieron? —preguntó Gibrán.

—La vara nos llamó —respondió Baco—. Y el equilibrio… exige acción.

Las madres de Gibrán y Angélica, que los habían seguido discretamente, se detuvieron en seco al verlos. Aunque Gibrán les había hablado de ellos, nada los había preparado para ese momento.

Sus rostros se congelaron en una mezcla de incredulidad y asombro. Los ojos de la madre de Gibrán se llenaron de lágrimas, no de miedo, sino de reconocimiento. Como si algo que había estado dormido en su memoria acabara de despertar. La madre de Angélica, más escéptica, dio un paso atrás… pero no huyó. Observó con atención, como si intentara comprender con la lógica lo que solo podía entenderse con el corazón.

Y entonces, algo cambió.

Los Helix Aspersa se inclinaron levemente. Los árboles vivientes emitieron un zumbido suave, como un saludo. Y Baco, con una reverencia elegante, habló sin mover los labios:

—No teman. Venimos a proteger lo que ustedes también aman.

Las madres se miraron. Y por primera vez, sonrieron. No con certeza, pero sí con esperanza.

—Nunca imaginé que vería esto —susurró la madre de Gibrán.

—Y sin embargo, aquí estamos —respondió la de Angélica, con una media sonrisa—. Supongo que ya no hay vuelta atrás.

—No —dijo Gibrán, con la vara brillando en su mano—. Solo hacia adelante.

—Aquí es donde nace la mancha —dijo Gibrán, sintiendo cómo la vara latía en su mano.

Llegaron al corazón de la planta: una sala circular con un tanque central que burbujeaba con una sustancia oscura. La vara comenzó a emitir un zumbido agudo. Las runas se encendieron… y entonces, algo cambió.

El aire se volvió denso. Una figura emergió del humo. No era humana. No era hada. Era algo intermedio. Un ser encorvado, de ojos amarillos y piel grisácea.

—Un gollum —susurró Angélica—.

La criatura los miró con hambre. Pero antes de que pudiera atacar, la vara se alzó sola. Un haz de luz verde y dorado salió disparado, envolviendo al gollum en una espiral de raíces y viento. El ser gritó… y se deshizo en polvo.

—¿Tú hiciste eso? —preguntó Angélica, con los ojos abiertos como platos.

—No lo sé —dijo Gibrán—. Creo que la vara… actuó sola.

Entonces, el tanque comenzó a temblar. El líquido se agitaba como si algo dentro quisiera salir.

—¡Tenemos que cerrarlo! —gritó Gibrán.

Colocó la vara sobre el borde del tanque. Las runas se alinearon. Un círculo de luz se formó alrededor. Pero no era suficiente. El tanque resistía. La oscuridad luchaba.

—¡Ayúdame! —le pidió a Angélica.

Ella colocó su mano sobre la suya. La vara brilló con más fuerza. Y entonces, una explosión de luz los envolvió.

Cuando abrieron los ojos, el tanque estaba sellado. El líquido, solidificado. El aire, limpio.

—¿Lo logramos? —preguntó Angélica.

—Por ahora —respondió Baco, entrando con los demás—. Pero esto fue solo un nodo. La raíz del mal aún está viva.

Gibrán miró la vara. Seguía brillando. Pero ahora… con un tono más grave.

—Entonces vamos por la raíz —dijo.

La entrada trasera de la fábrica era una rendija oxidada entre dos placas de metal corroídas por el tiempo. Gibrán, Angélica y su madre se deslizaron por el hueco, seguidos por Baco y dos Spectrums que se camuflaban con la sombra. El interior era un laberinto de pasillos oscuros, tubos goteando líquidos espumosos, y máquinas que vibraban con un zumbido grave, como si respiraran.

El aire era espeso. Cada inhalación sabía a óxido y a algo más… algo vivo.

—Esto no es solo contaminación —susurró la madre de Gibrán, cubriéndose la boca con un pañuelo—. Es como si la fábrica estuviera… enferma.




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