Un giro inesperado

Capítulo 12: El encuentro de los mundos

La ciudad despertó distinta.

No había sirenas. No había explosiones. Solo una sensación. Como si el aire se hubiera vuelto más pesado. Como si algo invisible caminara entre los árboles, entre los postes de luz, entre las grietas del concreto.

Gibrán lo sintió al abrir los ojos. La vara, que descansaba sobre su escritorio, vibraba con un pulso lento pero constante. Como un corazón que no era suyo.

—¿Lo sientes? —preguntó Angélica al otro lado del teléfono.

—Sí —respondió él—. Como si algo estuviera… cruzando.

Desde la fábrica, algo había cambiado. Aunque el tanque había sido sellado, el equilibrio seguía inestable. El Velo, esa membrana invisible que separaba los mundos, ya no era una barrera. Era una herida.

Esa mañana, en la escuela, los relojes digitales parpadearon sin razón. Las luces del laboratorio de ciencias se encendieron solas. Y en el patio, un grupo de alumnos juró haber visto una figura encorvada entre los árboles del fondo. Nadie se atrevió a acercarse.

Gibrán y Angélica se reunieron en la bibliotec de la casa de Angelica. La madre de Gibrán los acompañó, con el diario del abuelo bajo el brazo. Lo abrió en una página que antes estaba en blanco. Ahora, una frase brillaba con tinta dorada:

“Cuando el remolino toque la tierra, el tiempo se doblará. Lo que fue sellado, buscará abrirse.”

—¿Qué significa eso? —preguntó Angélica.

—Que no basta con cerrar un portal —respondió la madre—. Si el Velo está roto, el mal buscará otros caminos.

Y ya lo estaba haciendo.

Esa misma tarde, en el parque donde solían jugar de niños, un remolino de hojas se formó sin viento. En su centro, una figura se materializó por segundos: una criatura alada, con ojos de humo y alas de sombra. Un niño la vio. Nadie le creyó.

En la casa de Gibrán, el espejo comenzó a brillar. Tocó el cristal una vez. La imagen de la reina Alondra apareció, su rostro más pálido que nunca.

El espejo comenzó a brillar. Gibrán lo tocó una vez. La imagen de la reina Alondra apareció, su rostro más pálido que nunca, rodeado por una bruma dorada que vibraba con inquietud.

—Gibrán… el Velo ha sido perforado. No por un portal… sino por un hechizo revelador. El Necromicron ha comenzado a despertar. Y con él, los ecos de lo que fue prohibido. Seguramente Biff está forzándolo a abrirse… pero no puede. No sin la llave. Y esa llave la tienes tú.

Gibrán tragó saliva. La vara, sobre la mesa, vibraba con un pulso más profundo, como si respondiera a lo que acababa de oír.

—¿Y si sigue intentándolo?

—Eso es lo que me preocupa —dijo Alondra, con la voz más grave—. El libro no debería poder despertar sin la llave. Y sin embargo… lo está haciendo. Eso no debe ser posible.

—¿Qué significa?

—Que el equilibrio está más roto de lo que pensábamos. Y si el Necromicron logra abrirse por la fuerza… no habrá velo que contenga lo que duerme dentro.

La imagen se desvaneció.

Esa noche, mientras la ciudad dormía, una grieta se abrió en el cielo. No era visible para todos. Solo para quienes habían cruzado el umbral. Gibrán la vio desde su ventana. Era como una cicatriz de luz negra, pulsando sobre los tejados.

Mientras tanto, en los linderos del norte, donde el cielo siempre parecía cubierto por una niebla espesa y los árboles crecían torcidos como si huyeran de la luz, Biff trabajaba a marchas forzadas. No estaba solo.

A su lado, envuelto en un manto de sombras y zumbidos, se alzaba una figura alta y delgada, de extremidades angulosas y movimientos precisos. Su cuerpo era una amalgama de exoesqueleto y carne, con brazos largos como cuchillas y ojos compuestos que brillaban con un fulgor enfermizo. Tenía la forma de una mantis religiosa… pero no era un insecto. Era un hechicero.

Su nombre era Zarkon.

Había servido a la antigua reina de Claro Verde, mucho antes de que Sairel ascendiera al trono. En su tiempo, fue el maestro de los conjuros de simbiosis, capaz de fusionar criaturas con raíces, minerales o sombras. Pero su ambición lo llevó demasiado lejos. Intentó crear un ejército de híbridos sin alma, y cuando la reina descubrió su traición, lo desterró y lo encerró en una prisión de savia endurecida, sellada con runas olvidadas.

Hasta que Biff lo liberó.

—¿Estás seguro de que puedes forzar al Necromicron a abrirse? —preguntó Biff, observando cómo Zarkon moldeaba una criatura con barro, huesos y savia negra.

—No necesito abrirlo —respondió el hechicero, con una voz que parecía un coro de insectos—. Solo necesito que escuche. Y ya lo está haciendo.

A su alrededor, decenas de gollums se alzaban de la tierra. Algunos con alas membranosas, otros con espinas en la espalda. Todos con ojos vacíos y bocas selladas por hilos de seda oscura. Criaturas diseñadas no para pensar… sino para obedecer.

—¿Y si el libro se resiste? —insistió Biff.

Zarkon giró lentamente su cabeza triangular hacia él.

—Entonces lo haremos gritar.

El suelo tembló. Una de las criaturas recién nacidas abrió los ojos. No tenía pupilas. Solo un remolino de sombra girando en su interior.

Biff sonrió.

—Perfecto. Que el mundo mágico tiemble. Y que el humano… se arrodille.




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