El amanecer llegó con un silencio extraño. No era paz. Era contención. Como si el mundo estuviera aguantando la respiración.
Gibrán no había dormido. La grieta en el cielo seguía allí, apenas visible, pero presente. Como una advertencia suspendida sobre la ciudad. La vara, apoyada junto a su cama, no dejaba de emitir un resplandor tenue, como si estuviera esperando algo.
En la cocina, su madre preparaba té de flor de luna. No dijo nada. Solo le ofreció la taza con una mirada que decía: estoy contigo.
Angélica llegó poco después, con su mochila al hombro y el diario del abuelo en la mano. Había una nueva página escrita. No con tinta… sino con luz.
“Donde el río se partió, la vida puede renacer.
Pero solo si la luz es guiada por el corazón.”
—¿El río? —preguntó Gibrán.
—Claro Verde —respondió su madre—. El río que cruza el bosque encantado. El que fue contaminado… y luego sellado.
—¿Y si no está muerto? —dijo Angélica, con los ojos brillando—. ¿Y si aún puede salvarse?
La vara vibró con fuerza y comenzó a girar lentamente en el aire, como si buscara algo. Luego se detuvo, apuntando con precisión hacia el sureste. En ese instante, una nueva runa emergió en su superficie: un símbolo en espiral, rodeado de líneas que se extendían como raíces vivas. El resplandor que emitía era más profundo, más antiguo… como si acabara de recordar algo que llevaba siglos dormido.
—Nos está mostrando el camino —dijo Gibrán, con la voz apenas contenida por la emoción.
Sin perder tiempo, se adentraron en el bosque. Baco los esperaba en el claro de los Quercus Robur, junto a un grupo de Spectrums y Helix. El aire estaba cargado de energía. El Velo, aunque herido, aún respondía a la voluntad de quienes lo protegían.
—El río está dormido —dijo Baco—. Pero no muerto. Si logran llegar a su corazón, y la vara responde… puede despertar.
El viaje fue largo. Atravesaron raíces que se movían como serpientes, campos donde la luz se curvaba, y zonas donde el tiempo parecía ralentizarse. Finalmente, llegaron al cauce seco del río Claro Verde.
Donde antes corría agua cristalina, ahora solo quedaban piedras agrietadas y un lecho cubierto de ceniza.
Gibrán se arrodilló. Colocó la vara sobre el suelo. Las runas comenzaron a brillar. Una a una. Hasta que la espiral central se encendió con un fulgor dorado.
—Ahora —susurró.
Angélica y su madre se unieron. Colocaron sus manos sobre la vara. El diario del abuelo, abierto entre ellas, comenzó a emitir una energía cálida y pulsante. No eran palabras. No era canto. Era una vibración antigua, como si la tierra misma despertara bajo sus pies. Una corriente invisible los envolvió, conectando sus corazones con algo más grande, más profundo… como si el río recordara quién era.
Entonces, la tierra tembló.
Del centro del lecho seco, una grieta se abrió. Pero no era una herida. Era un nacimiento. Un hilo de agua pura brotó, iluminado desde dentro. Fluía con luz. Con vida.
El río Claro Verde despertaba.
Las criaturas del bosque comenzaron a llegar. Las flores se abrían al paso del agua. Los árboles inclinaban sus ramas. Incluso el cielo pareció despejarse, como si la grieta oscura retrocediera ante la luz.
—Lo logramos —susurró Angélica, con lágrimas en los ojos.
Pero Gibrán no sonreía. La vara seguía vibrando. Más fuerte. Más urgente.
—Esto no es el final —dijo—. Es solo el primer paso.
Y entonces, desde el otro lado del río, una figura apareció. Alta. Encapuchada. Con alas negras plegadas a la espalda.
Zarkon.
—Hermoso —dijo con voz de insecto—. Justo a tiempo para destruirlo.
Gibrán dio un paso al frente, la vara en alto. Angélica y su madre se colocaron a su lado, sin dudar.
—No vas a tocar este río —dijo Gibrán—. No después de todo lo que costó devolverle la vida.
Zarkon inclinó la cabeza, como si observara una criatura curiosa.
—¿Vida? Esto no es vida. Es nostalgia. Es debilidad. El equilibrio no se mantiene con flores y agua clara… sino con control.
—¿Por eso traicionaste a la reina anterior? —intervino Baco que conocia muy bien la historia—. ¿Por eso fuiste encerrado?
Zarkon se irguió. Su voz se volvió más grave.
—Ella no entendía el poder. Sairel tampoco. Pero Biff sí. Él me liberó. Y juntos… vamos a rehacer este mundo desde sus raíces.
Del bosque detrás de él comenzaron a surgir sombras. Gollums. Decenas. Algunos con alas membranosas, otros con espinas en la espalda. Todos con ojos vacíos y bocas selladas por hilos de seda oscura.
Angélica apretó la mano de Gibrán.
—¿Qué hacemos?
La vara vibró. Las runas se encendieron una a una. Pero no atacaban. No aún.
—No vamos a pelear aquí —dijo Gibrán, con la voz firme—. Este río acaba de renacer. No lo vamos a manchar con guerra.
Zarkon dio un paso más, y el agua bajo sus pies comenzó a oscurecerse.
—Entonces muévanse. O serán arrasados con él.
Pero antes de que pudiera avanzar, el río reaccionó. Una columna de agua pura se alzó frente a él, como una barrera viva. La luz que fluía por el cauce se intensificó, y los gollums retrocedieron, confundidos.
Zarkon siseó.
—El río… me rechaza.
—Porque aún recuerda —dijo Baco—. Y tú no eres bienvenido.
Zarkon retrocedió un paso. Luego otro. Los gollums se desvanecieron entre los árboles, como si se disolvieran en la sombra.
—Esto no ha terminado —dijo el hechicero—. El Necromicron se abrirá; y cuando lo haga… ni el río, ni la luz, ni tu vara podrán detener lo que vendrá.
Y con un último zumbido, desapareció entre la niebla.
Gibrán bajó la vara. El río seguía fluyendo. Pero el aire había cambiado.
—¿Estás bien? —preguntó Angélica. Baco y la madre de Angelica se reunieron frente a Gibran
—Sí —respondió Gibrán—. Pero ahora sé que no basta con restaurar. También hay que proteger.