Un giro inesperado

Capítulo 14: La decisión de Gibran

El espejo vibró antes de que Gibrán pudiera siquiera tocarlo. Una luz verde, profunda y palpitante, se derramó por el cristal como si el vidrio respirara. No hubo palabras. No hubo advertencias. Solo un tirón suave, como una corriente de agua que lo envolvía.

Y entonces, ya estaba allí.

El aire de Neraida era distinto. Más denso. Más urgente. El cielo, antes claro y vibrante, ahora estaba cubierto por nubes de un gris verdoso que parecían moverse con voluntad propia. El bosque no cantaba. Las flores no danzaban. Todo estaba en silencio.

Sairel lo esperaba en el centro del Círculo de los Vínculos, un claro rodeado por columnas vivas que latían al ritmo del Velo. Su rostro, aunque sereno, mostraba una tensión que Gibrán nunca le había visto. A su lado, Alondra y Baco intercambiaban miradas graves.

—Gracias por venir tan rápido —dijo Sairel, sin rodeos—. El Velo se está desgarrando. Y no tenemos mucho tiempo.

—¿Qué debo hacer?

Sairel extendió la mano. En su palma, una pequeña esfera de luz flotaba, temblorosa. Dentro, se veía una imagen: una grieta negra que cruzaba el cielo de Neraida como una cicatriz viva.

—Esto no es solo una ruptura. Es una herida. Y está creciendo. Si no la sellamos desde dentro… ambos mundos colapsarán.

Alondra dio un paso al frente.

—Necesitamos que entres al Corazón del Velo. Un lugar entre mundos. Solo alguien con la vara fusionada puede cruzar. Solo tú.

Gibrán tragó saliva. No por miedo. Sino por el peso de lo que implicaba.

—¿Y si no regreso?

Sairel lo miró con una mezcla de orgullo y tristeza.

—Entonces habrás hecho lo que nadie más pudo. Pero creemos en ti, Gibrán. No porque seas el elegido. Sino porque elegiste no rendirte.

Baco se acercó y colocó una mano sobre su hombro.

—No estarás solo. Te acompañaremos hasta el umbral. Pero el último paso… estarás solo

Gibrán asintió. Cerró los ojos. Sintió la vara latir como un segundo corazón. Y supo que la decisión ya estaba tomada desde hacía mucho.

—Llévenme al Velo.

El grupo avanzó en silencio por el sendero de raíces vivas. A cada paso, el bosque parecía abrirse para dejarlos pasar, como si reconociera la urgencia de su misión. Las hojas no crujían. El viento no soplaba. Todo estaba suspendido.

El grupo avanzaba con paso firme por el bosque, guiados por la vara que vibraba con una urgencia creciente. El aire se volvía más denso a cada metro, como si el mundo mismo contuviera la respiración. A lo lejos, un zumbido grave comenzó a escucharse, como un enjambre contenido.

Casi al llegar al inicio de la zona oscura —ese remolino negro que parecía absorberlo todo—, Gibrán se detuvo en seco.

Frente a ellos, bloqueando el paso, un grupo de Vespidae emergía de entre los árboles. Sus alas vibraban con una frecuencia amenazante, y sus ojos brillaban con un fulgor ámbar. Llevaban lanzas de savia endurecida y armaduras negras cubiertas de espinas. No hablaban. Solo esperaban.

Baco levantó una mano. Las hadas guerreras que los acompañaban —vestidas con túnicas de combate tejidas con pétalos reforzados y alas plegadas como cuchillas— se posicionaron a su alrededor.

—Ahora —dijo Baco, con voz mental.

El choque fue inmediato. Luz contra sombra. Alas contra aguijones. Las hadas se lanzaron al combate con precisión y gracia, mientras los Vespidae respondían con una ferocidad ancestral. El bosque se llenó de destellos, zumbidos y ráfagas de energía.

—¡Gibrán, ven conmigo! —ordenó Baco, esquivando una lanza que pasó silbando junto a su rostro.

Ambos se deslizaron entre las raíces, dejando atrás el combate. El camino se estrechaba, y el aire se volvía más frío. Finalmente, llegaron a una grieta en el suelo, oculta entre dos árboles milenarios. No era una grieta común: de su interior brotaba una luz azulada, líquida, que flotaba como niebla. En el centro, un círculo de piedra con símbolos que Gibrán no había visto jamás. No eran runas de Claro Verde, ni de Agestes. Eran más antiguos. Más profundos.

—Este es el Umbral del Corazón —dijo Baco, con solemnidad—. Solo tú puedes cruzarlo.

Gibrán asintió. La vara vibraba con fuerza. Al tocar el círculo con la punta, una onda de luz se expandió en todas direcciones. El suelo tembló. El aire se volvió denso. Y entonces, el mundo se deshizo.

No cayó. No voló. Simplemente fue absorbido.

Cuando abrió los ojos, estaba en un lugar imposible.

Un espacio sin cielo ni suelo. Todo era luz suspendida, como si flotara dentro de una esfera infinita. A su alrededor, fragmentos de mundos: un árbol de Claro Verde, una calle de su ciudad, una flor de Agestes, una fábrica oxidada. Todo coexistía, como si el Corazón del Velo fuera un espejo de ambos mundos… y de todos los tiempos.

En el centro, una grieta flotaba. No era física. Era una ausencia. Un desgarro que no sangraba, pero dolía. Y de ella, brotaba un remolino oscuro que giraba lentamente, como si esperara.

Gibrán se acercó. La vara brillaba con un tono nuevo: blanco dorado, como la luz del amanecer. Las runas se alinearon. Y entonces, lo entendió.

No debía sellar la grieta con fuerza.

Debía sanarla.

Cerró los ojos. Pensó en su madre. En Angélica. En su abuelo. En el río restaurado. En los árboles que lloraban savia. En los gollums. En Biff. En todo lo que se había roto… y todo lo que aún podía salvarse.

El corazón noble de Gibrán generó una energía que recorrió su cuerpo y lo llevó a la vara. Y esta respondió.

Una raíz de luz brotó de su punta y se extendió hacia la grieta. No la cubrió. La abrazó. Como una enredadera que no aprieta, sino que sostiene. El remolino se agitó. Gritó sin sonido. Pero no pudo resistirse.

La grieta comenzó a cerrarse. No con violencia. Con compasión.

Y cuando el último fragmento de oscuridad se desvaneció, el Corazón del Velo emitió un suspiro. Un pulso. Una nota pura que resonó en todo el espacio.




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