La caverna temblaba.
No por un terremoto, ni por magia natural. Temblaba por la furia contenida de Biff, que caminaba en círculos, con el Necromicron apretado contra el pecho como si fuera un corazón ajeno que se negaba a latir.
—¡Fallaste! —rugió, su voz rebotando en las paredes húmedas como un trueno contenido—. ¡Te di poder, te di libertad… y no pudiste detener a un niño!
Zarkon, de pie junto al altar de savia endurecida, no se inmutó. Su silueta alargada, cubierta por una túnica de raíces secas, parecía más sombra que cuerpo. Sus ojos compuestos, brillando con un fulgor enfermizo, parpadearon lentamente.
—El río lo protegió —dijo con voz de insecto—. El Velo lo eligió. No fue mi error… fue tu arrogancia.
Biff se giró con violencia. Su vara roja chispeó, dejando un rastro de humo púrpura en el aire.
—¡No me hables de elecciones! ¡Ese libro debería obedecerme! ¡Yo lo liberé! ¡Yo lo alimenté con la mancha, con la grieta, con el miedo!
El Necromicron, sobre el pedestal, vibró. No con sumisión. Con advertencia. Sus runas oscuras se encendieron brevemente, como si respiraran con dificultad. Algo dentro se agitaba. Algo que no quería ser despertado… o que aún no estaba listo para salir.
Zarkon se acercó con lentitud. Sus dedos largos, cubiertos de placas quitinosas, rozaron la cubierta del libro.
—Estás forzando una puerta que no se abre con gritos. El Necromicron no responde al poder. Responde al equilibrio… o a su ruptura.
Biff lo empujó con un gesto de su vara. Zarkon cayó hacia atrás, pero no protestó. Solo lo observó desde el suelo, como un depredador paciente.
—Entonces lo romperé —susurró Biff, con una sonrisa torcida—. Si el equilibrio es lo que lo mantiene cerrado… lo destruiré desde dentro.
Se volvió hacia el libro. Colocó ambas manos sobre la cubierta. Susurró un conjuro prohibido, uno que había encontrado en los márgenes de un pergamino olvidado:
—Duplicareessentia.
El aire se volvió espeso. El libro se estremeció. Una luz negra brotó de sus bordes, como tinta viva. Y entonces, del centro del Necromicron, emergió una figura.
Alta. Delgada. Con el rostro de Gibrán.
Pero sus ojos… no eran suyos.
Eran vacíos. Fríos. Como espejos rotos.
—Si no puedo tener al original —murmuró Biff, con una risa que no contenía alegría—… crearé uno que me obedezca.
La figura emergió del Necromicron como una sombra arrancada del mundo real. No nació con un grito, ni con un destello. Nació con un silencio absoluto, como si el universo contuviera el aliento ante lo que acababa de ser creado.
Era Gibrán.
O al menos… lo parecía.
Su rostro era idéntico: la misma mirada profunda, la misma postura firme, el mismo cabello castaño que caía en rizos suaves sobre la frente. Pero sus ojos… sus ojos no contenían luz. Eran dos pozos oscuros, sin fondo, sin reflejo. Como si el alma hubiese sido reemplazada por un eco.
Zarkon lo observó desde las sombras, con una mezcla de fascinación y repulsión.
—No es una copia —dijo con voz rasposa—. Es un cascarón. Un recipiente.
Biff se acercó, rodeando a la figura como un escultor que examina su obra.
—No necesito que piense. Solo que obedezca.
El Gibrán oscuro no parpadeaba. No respiraba. Solo lo miraba, como si esperara una orden que aún no había sido pronunciada.
—¿Puede usar la vara? —preguntó Zarkon, con cautela.
—No —respondió Biff, sin apartar la vista—. Pero puede acercarse a quienes sí pueden. Puede engañar. Puede sembrar duda. Y eso… es más útil que cualquier hechizo.
Extendió la mano. El reflejo oscuro la tomó sin dudar. Su piel estaba fría. No como el hielo, sino como la piedra que nunca conoció el sol.
—Te llamaré Umbra —dijo Biff, con una sonrisa torcida—. Porque eres la sombra de lo que nunca debió existir.
Umbra inclinó la cabeza. No como un gesto de respeto. Sino como una máquina que reconoce su programación.
Zarkon dio un paso atrás.
—Esto es peligroso. Si el Velo lo detecta…
—El Velo está herido —interrumpió Biff—. Y mientras se cura, nosotros avanzamos.
Se volvió hacia el Necromicron, que aún vibraba con una energía inestable. Las runas en su superficie se agitaban como si quisieran escapar de la cubierta.
—Pronto —susurró—. Muy pronto, el libro se abrirá por completo. Y cuando lo haga… no necesitaremos llaves. Ni varas. Ni reinas.
Solo obediencia.
Y Umbra, el reflejo sin alma, sonrió por primera vez.
Pero no era una sonrisa humana, era una grieta.
Umbra no hablaba, no porque no pudiera, sino porque no lo necesitaba. Su presencia bastaba para llenar la caverna de una inquietud que ni siquiera Zarkon, con todos sus siglos de oscuridad, podía ignorar.
Biff lo observaba desde su trono de raíces secas, con una mezcla de orgullo y desconfianza. Había creado una sombra… pero no estaba seguro de cuánto control tenía sobre ella.
—Mírame —ordenó.
Umbra obedeció. Sus ojos, vacíos como el fondo de un pozo, se clavaron en los de Biff. No había emoción. No había voluntad. Solo una espera eterna.
—Eres mío —dijo Biff, levantándose—. No eres Gibrán. No tienes su alma, ni su luz. Pero tienes su rostro. Su voz. Su andar. Y eso basta.
Caminó en círculos a su alrededor, como un domador frente a una bestia que aún no ha probado su fuerza.
—Te enviaré a Neraida. No para destruir. No aún. Primero sembrarás duda. Confusión. Harás que los suyos se pregunten si el elegido… sigue siendo el mismo.
Umbra no respondió. Pero algo en su postura cambió. Un leve giro de cabeza. Un parpadeo lento. Como si la idea de infiltrarse le resultara… familiar.
Zarkon, desde las sombras, habló por primera vez en horas.
—No puedes controlar lo que no tiene alma. Solo puedes dirigirlo… hasta que encuentre la suya.
Biff lo ignoró. Se acercó a Umbra y colocó una mano sobre su pecho. No sintió latido. Solo un frío profundo, como si tocara el centro de una piedra enterrada en hielo.