Nadie notó su llegada.
No hubo portales abiertos, ni destellos de luz, ni zumbidos mágicos que anunciaran su presencia. Umbra simplemente apareció, como si siempre hubiera estado allí. Como si el bosque lo hubiera parido en silencio.
Vestía como Gibrán. Caminaba como Gibrán. Incluso su voz, cuando hablaba, tenía el mismo timbre cálido y firme. Pero sus ojos… sus ojos eran otra historia. Oscuros. Opacos. Como si detrás de ellos no hubiera pensamientos, sino ecos.
Se presentó en el claro de los Quercus Robur, donde los sabios del bosque se reunían tras la restauración del río. Baco fue el primero en verlo.
—¿Gibrán? —preguntó, con una mezcla de sorpresa y alivio—. Pensamos que habías regresado a tu mundo.
Umbra inclinó la cabeza, imitando a la perfección el gesto de su reflejo original.
—No podía irme aún —dijo—. Algo me trajo de vuelta.
Baco no sospechó. ¿Cómo podría? La vara brillaba en su espalda. Las palabras eran correctas. El rostro, familiar. Pero lo que Umbra no sabía… era que el bosque sí lo sentía.
Las raíces de los árboles más antiguos se removieron con inquietud. Las flores cerraron sus pétalos al paso del impostor. Y los Helix Aspersa, siempre silenciosos, comenzaron a emitir un zumbido bajo, casi imperceptible.
Pero nadie lo escuchó.
Umbra comenzó a moverse entre los clanes. Visitó a los Anisoperium, habló con los Tejedores de Polen, se presentó ante los Custodios del Rocío. En cada encuentro, dejaba una semilla de duda.
—¿Y si el Velo no está realmente curado?
—¿Y si la vara no es suficiente?
—¿Y si Sairel… se equivoca?
No lo decía con agresividad. Lo decía con suavidad. Con la voz de Gibrán. Con la mirada de quien ha visto demasiado. Y poco a poco, la duda germinó.
En Claro Verde, los rumores comenzaron a circular como polen en el viento. Algunos decían que Gibrán había cambiado. Que ya no era el mismo. Que su mirada era más fría. Que sus palabras, aunque correctas, no tenían alma.
Sairel lo observaba desde lejos. Algo en su interior le decía que algo no estaba bien. Pero no tenía pruebas. Y el Velo… el Velo estaba en calma.
Hasta que una noche, el espejo de comunicación con Agestes se rompió.
No estalló. No fue atacado. Simplemente… se agrietó desde dentro. Como si una energía contraria a la armonía hubiera tocado su centro.
Y en ese instante, Alondra supo.
—Hay una sombra entre nosotros —dijo, con voz grave— Esta afectando Nereida desde adentro.
La noticia estalló como una chispa en un campo seco.
“Fábrica clandestina contamina reserva natural y pone en riesgo a la población”, decía el encabezado del periódico local. Las imágenes eran claras: el estanque ennegrecido, los animales muertos, los análisis del profesor Guerrero, y los documentos filtrados por Angélica.
La nota se volvió viral en cuestión de horas. Las redes sociales ardían. Los noticieros interrumpían su programación para cubrir el escándalo.
El despacho del alcalde estaba en silencio, salvo por el zumbido lejano de las voces en la plaza. Afuera, los manifestantes se reunían con pancartas, exigiendo respuestas. Dentro, el padre de Angélica sostenía el teléfono con calma. Su rostro, sin embargo, era una máscara de concentración.
—Sí, ya vi el artículo —dijo, sin levantar la voz—. Sabía que saldría. Lo autoricé.
Del otro lado de la línea, la voz era grave, modulada, sin nombre. No era la primera vez que hablaban. Pero esta vez, el tono era distinto.
—Usted cruzó una línea, señor alcalde. Sabía que esto debía mantenerse en silencio. Y ahora… su hija lo ha convertido en un escándalo nacional.
El alcalde se levantó de su silla. Caminó hacia la ventana. Observó a la gente reunida. Jóvenes, ancianos, familias enteras. No gritaban por política. Gritaban por agua limpia. Por aire respirable. Por justicia.
—No fue mi hija quien lo convirtió en escándalo —respondió, con voz firme—. Fue la verdad y por el bien de esta ciudad, usted la estaba convirtiendo en un vertedero de desechos, que futuro tendrian mis nietos o los ciudadanos de esta ciudad.
Hubo una pausa. Luego, la amenaza, disfrazada de advertencia:
—Tiene una familia. Una carrera. Una ciudad que proteger. Le sugiero que piense bien en sus próximos pasos. Porque si sigue por este camino… no podremos garantizar su seguridad. Ni la de los suyos.
El alcalde no respondió de inmediato. Cerró los ojos. Pensó en Angélica. En Gibrán. En el estanque. En los documentos que había leído con sus propios ojos. En los pagos ocultos. En los nombres que no se atrevían a firmar.
—Si algo le pasa a mi hija —dijo finalmente, con voz baja pero cortante—, no habrá rincón en este país donde puedan esconderse.
Y colgó.
Se quedó un momento en silencio. Luego, marcó otro número.
—Activa el protocolo. Quiero vigilancia en la casa. Y en la escuela. Nadie entra ni sale sin que lo sepamos.
Colgó de nuevo. Se sentó. Y por primera vez en años, sintió que el poder no estaba en su cargo… sino en su decisión de no callar.
La casa de Angélica estaba en silencio. No por calma, sino por contención. En la sala, los padres de Gibrán y Angélica estaban reunidos, junto a los dos adolescentes. Sobre la mesa, los recortes del periódico, los análisis del estanque, y el diario del abuelo seguían abiertos como testigos de una verdad que ya no podía ocultarse.
El alcalde, aún con el teléfono en la mano, tenía el rostro tenso. No de miedo. De decisión.
—Recibí una llamada —dijo, sin rodeos—. No dieron nombres. No levantaron la voz. Pero dejaron claro que si seguimos con esto… podrían venir por nosotros.
Angélica se levantó de golpe.
—¿Te amenazaron? ¿A ti? ¿A nosotros?
—Sí —respondió él, mirándola a los ojos—. Pero no me sorprendió. Sabía que tarde o temprano iban a reaccionar. Lo que no esperaba… era que lo hicieran tan rápido.