Umbra ya no susurraba dudas. Ahora actuaba.
En la penumbra del Bosque de las Cúpulas, mientras los clanes dormían y las flores cerraban sus pétalos al canto de la luna, el impostor se deslizaba entre raíces y sombras como si el bosque lo aceptara. Pero no era así. Las ramas se tensaban a su paso. Las luciérnagas se apagaban. Los árboles más antiguos murmuraban entre sí, pero nadie los escuchaba.
Esa noche, Umbra llegó al Altar de los Ciclos, un santuario sagrado donde las hadas ancianas de Claro Verde que custodiaban los registros del Velo. Allí, en una cámara de piedra viva, se encontraba el Espejo de los Pactos, un artefacto que permitía a las reinas comunicarse con los otros reinos sin abrir portales.
Umbra extendió la mano. No necesitó forzar nada. El espejo lo reconoció como Gibrán.
—Revelum… —susurró, y la superficie del espejo comenzó a ondular.
Pero no buscaba comunicarse.
Buscaba romper.
Con un gesto seco, colocó sobre el cristal una pequeña piedra negra, cubierta de runas invertidas. Era un fragmento del Necromicron, entregado por Biff antes de enviarlo a Neraida. Al tocar el espejo, la piedra se disolvió como tinta en agua.
El Espejo de los Pactos se agrietó.
No estalló. No se rompió en mil pedazos. Se fracturó desde dentro, como si la verdad misma se hubiera contaminado.
Y con ello, las comunicaciones entre reinos quedaron suspendidas.
Umbra sonrió. No con alegría. Con propósito.
—Uno a uno… los hilos se romperán.
En Neraida se estaban gestando cambios no tanto visibles. No aún. Pero los árboles más antiguos se agitaban sin viento. Las flores cerraban sus pétalos antes del atardecer. Y los Helix Aspersa, que solían cantar en la noche, ahora se ocultaban bajo tierra.
Umbra caminaba entre los clanes con la misma sonrisa que Gibrán. Saludaba a los y seguia creando confusion contra todo lo que se moviera. Nadie sospechaba y nadie lo confrontaba. Porque su rostro era el de un héroe. Y su voz, la de un salvador.
Pero entonces, comenzaron los incidentes.
Primero, desaparecieron dos frascos de luz líquida del laboratorio de los Tejedores de Polen. Luego, una raíz sagrada del Bosque de los Susurros fue hallada cortada, como si alguien hubiera intentado extraer su savia. Y finalmente, el Espejo de Comunicación con Agestes se agrietó por segunda vez… esta vez, desde el lado interno.
Sairel reunió a su círculo de guardianes para saber que era lo que estaba ocurriendo.
—Esto no es casualidad —dijo, con voz grave—. Alguien está saboteando desde dentro. Y lo hace con conocimiento… y con cuidado.
Baco, que había comenzado a observar a “Gibrán” con más atención, habló con Alondra en privado.
—No lo siento igual. Su energía… es distinta. Como si su luz estuviera apagada.
—¿Y si no es él? —preguntó Alondra, con un escalofrío recorriéndole la espalda.
Pero aún no podían actuar. No sin pruebas. No sin arriesgarse a acusar al símbolo de la restauración.
Mientras tanto, Umbra se adentraba en el Salón de las Raíces, donde dormían los registros de los portales antiguos. Con una daga de savia negra, comenzó a tallar un símbolo prohibido en la corteza viva de la sala.
Un conjuro de apertura.
Un llamado a lo que duerme más allá del Velo.
Y mientras lo hacía, sus ojos —esos pozos sin fondo— brillaban con una luz que no pertenecía a Neraida.
El aire en el Salón de las Cúpulas Vivientes se volvió denso. Las enredaderas que colgaban del techo dejaron de moverse. Las luciérnagas que iluminaban las paredes se apagaron una a una, como si el bosque mismo contuviera el aliento.
Sairel estaba de pie en el centro del salón, con el cetro en alto. A su lado, Alondra sostenía una esfera de savia cristalizada que vibraba con una luz inestable.
—El espejo de Agestes fue alterado desde dentro —dijo Alondra, con voz grave—. No por un hechizo externo. Por una presencia que no pertenece a este mundo.
Sairel cerró los ojos. Su respiración era lenta, pero su energía vibraba con una intensidad que hacía temblar las raíces del trono.
—¿Estás segura?
—Sí. Y hay más —añadió Alondra, extendiendo la esfera—. El canto de las flores se ha detenido en tres regiones. Las Helix Aspersa se han ocultado. Y los Quercus Robur… han cerrado sus ojos.
Sairel bajó el cetro. Su mirada, normalmente serena, ardía con una mezcla de dolor y furia contenida.
—Entonces es cierto. La sombra ha entrado.
—Y lleva el rostro de un aliado —dijo Baco, con amargura.
Ambas reinas se miraron, sorprendidas como guardianas de un mundo que había sido engañado.
—¿Gibrán? —preguntó Sairel, con un hilo de duda.
—No —respondió Alondra—. No es él. Pero se mueve como él. Habla como él. Y eso es lo más peligroso.
Sairel se giró hacia el ventanal. Afuera, el bosque parecía intacto. Pero ella lo sentía. Como una espina bajo la piel del mundo. Una presencia que no debía estar allí.
—Convoca al Círculo de las Hadas Ancianas. Y a los Custodios del Velo. Nadie entra ni sale de Claro Verde sin pasar por el juicio de la luz.
—¿Y si ya es demasiado tarde?
Sairel apretó el cetro con fuerza. Las runas en su superficie se encendieron una a una.
—Entonces que el Velo nos juzgue a todos.
En la casa de Angélica, la tensión era palpable. Las luces estaban apagadas, salvo por las lámparas de seguridad. Afuera, vehículos negros se acercaban lentamente por la calle, sin placas, sin ruido. Solo presencia.
Dentro, los guardias del alcalde estaban en posición. Uno en cada puerta. Dos en las ventanas. Otros patrullaban el perímetro con radios encriptados y armas ocultas bajo sus trajes civiles.
En la sala, sobre la mesa, estaban desplegadas las armas del baúl: cuchillos con inscripciones antiguas, una daga de doble filo con mango de madera viva, y un pequeño escudo de pétalos endurecidos que parecía latir con cada respiración. La luz de la lámpara oscilaba, proyectando sombras que hacían que las armas parecieran moverse, como si recordaran batallas pasadas.