Un giro inesperado

Capítulo 18: Chronia donde el tiempo se diluye

Sairel contemplaba desde su balcón el caos que se extendía como una niebla espesa sobre Neraida. Las señales eran claras: Umbra ya estaba actuando, y cada segundo de duda podía costarles demasiado. Traer a Gibrán no era una opción; su presencia podría delatarlo todo. Necesitaban a alguien más. Alguien de confianza y que pueda poner fin a esto.

Entonces lo comprendió.

Angélica.

Ella había sido el puente la primera vez, y ahora debía ser la espada. Sairel cerró los ojos, dejó que la energía del Velo le hablara, y con un chasquido sutil, el aire se rasgó.

Angélica apareció de pronto en medio de la brisa perfumada de Neraida. Sus ojos se abrieron con asombro. Gibrán le había hablado de aquel lugar, pero ninguna palabra podía igualar la visión que tenía ante sí: torres de cristal vivo, jardines flotantes, y un cielo que parecía pintado con acuarelas en movimiento.

En lo alto, la reina la observaba desde el balcón. Angélica, aún pasmada, se acercó con pasos cautelosos. Sairel descendió con la gracia de una hoja al viento y, sin decir palabra, le tendió un pequeño frasco: el mismo líquido que ella había entregado a Gibrán tiempo atrás.

Apenas lo sostuvo, una oleada de comprensión la envolvió. Las palabras de la reina, antes incomprensibles, comenzaron a tener sentido. El vínculo estaba hecho.

—Hay una sombra. Una que no proviene del mundo humano, pero que tampoco pertenece al nuestro. Lo hemos llamado Umbra.

—Umbra… —repitió Angélica, como si el nombre tuviera filo—. ¿Qué es exactamente?

—Una herida viva. Un eco nacido de la ambición de Biff. No debería existir, pero existe. Se alimenta del desequilibrio entre nuestros mundos.

Sairel se giró hacia ella, con los ojos llenos de una gravedad que Angélica nunca había visto.

—Y tiene el rostro de Gibrán.

Angélica sintió que algo se encogía dentro de ella. ¿Un Gibrán falso? ¿Una copia corrompida? Antes de que pudiera hacer más preguntas, Sairel alzó el cetro.

—Quiero que vayas a la ciudad olvidada de Chronia. Allí el tiempo se ha detenido desde la caída del primer velo. Es el único lugar donde Umbra se ha manifestado con fuerza. Necesito que lo veas por ti misma.

Angélica asintió. No por valentía, sino por algo más profundo: la necesidad de proteger lo que amaba. Y en ese momento, Gibrán era su ancla.

...

Chronia era un lugar roto en la memoria del mundo. Al llegar, Angélica sintió el silencio como una presión sobre el pecho. El aire estaba quieto. Las flores no se movían. Las libélulas colgaban en el aire, congeladas en su vuelo.

Caminó entre edificios que parecían haberse derretido en su arquitectura. Los relojes en las torres marcaban distintas horas imposibles. Las palabras susurradas por los muros se repetían en bucles.

Y entonces lo vio.

De pie, frente a un espejo roto clavado en el suelo, estaba Gibrán.

O eso creyó.

—Angélica —dijo la figura con una voz casi humana, pero ligeramente hueca—. ¿Te sorprende verme aquí?

Ella no respondió. Dio un paso al frente. Luego otro.

—Gibrán no sabe lo que hace —continuó la figura—. Pero yo sí. Puedo salvar ambos mundos, si me ayudas.

La voz era casi perfecta. Casi. Pero había algo en la mirada: una frialdad tras la calidez fingida. Angélica apretó los puños.

—Tú no eres él.

La figura sonrió. Una sonrisa que no habría salido jamás de Gibrán.

—Soy lo que él no se atreve a ser. Su potencial sin miedo. Sin dudas. Sin debilidad.

La vara de Angélica vibró en su mochila. La tomó con rapidez, apuntó hacia Umbra. Nada. Ni un temblor de reconocimiento. La magia sabía la verdad.

Umbra se transformó entonces. Su piel se oscureció, sus ojos se volvieron carbones encendidos. De su espalda brotaron alas negras hechas de humo.

—Puedes venir conmigo, Angélica. No tienes que quedarte atrapada en la sombra de Gibrán.

Ella lo miró con una mezcla de miedo y desafío.

—Yo no estoy en su sombra. Estoy a su lado. Y no voy a dejar que lo destruyas.

El suelo tembló. Umbra avanzó, pero Angélica cerró los ojos y recordó algo. Algo que solo el verdadero Gibrán sabría: el nombre del juego que inventaron de niños, el que nadie más conocía.

—¡Piedraluz! —gritó, y la vara brilló al instante, creando una barrera entre ambos.

Umbra gritó, cubriéndose con las alas. La luz lo devoró por un instante... y desapareció.

Angélica cayó de rodillas. Respiraba agitada. Pero sabía que no lo había destruido. Solo lo había hecho retroceder.

En la cima de la torre de Chronia, una figura la observaba. Sairel. Silenciosa. Orgullosa.

La prueba había comenzado. Y Angélica la había superado.

Cuando Angélica regresó al palacio, sus pasos eran más firmes. Los sirvientes se detenían a su paso, no por protocolo, sino por respeto. Algo había cambiado en ella.

Sairel la recibió en la cámara del cristal. No había formalidades esta vez. Solo la verdad entre ambas.

—¿Lo viste? —preguntó la reina.

Angélica asintió.

—Y lo enfrenté.

Sairel ladeó la cabeza, con una sonrisa leve.

—Entonces ya sabes lo que está en juego.

—Sí —respondió Angélica—. Y sé que no es sólo Gibrán quien debe luchar. Es mi batalla también.

La reina se acercó. Entre sus manos sostenía una pequeña piedra envuelta en hilos dorados. Pulsaba con una luz interior azulada.

—Esto es un recuerdo cristalizado de Chronia. Contiene los fragmentos de Umbra que quedaron en el lugar. Puede ayudarte a encontrarlo… o advertirte cuando esté cerca.

Angélica lo tomó sin dudar. Sintió un leve estremecimiento, pero no retiró la mano.

—Gracias —dijo.

Sairel la miró con gravedad.

—El equilibrio está cambiando, Angélica. Y tú eres una pieza clave. Cuida de Gibrán… pero también de ti. La oscuridad no solo lo quiere a él. También te quiere a ti.

Por primera vez, Angélica sintió el peso real del destino. No como una carga, sino como una elección.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.