La casa de Angélica ya no era un hogar. Las ventanas habían sido tapiadas, el aire olía a polvo viejo y humedad, y el reloj de pared llevaba semanas detenido a la misma hora: las 3:17. Era como si el tiempo se hubiese rendido allí. Como si supiera lo que se avecinaba.
En el sótano, Gibrán respiraba con dificultad. Tenía el rostro manchado de hollín y sangre seca. A su lado, Rebeca su madre vigilaba en silencio, su vara empuñada, lista para responder a cualquier sonido anormal; mientras que la madre de Angélica revisaba los sellos de protección grabados en las paredes del subsuelo, temiendo que ya no bastaran. Eran mujeres de pocas palabras y voluntad férrea.
Arriba, los padres de ambos hablaban con voz baja y tensa. El padre de Angélica, el alcalde, había desplegado a sus hombres en cada entrada, pero sabía que no era suficiente. El enemigo no venía con leyes, sino con rabia disfrazada de justicia.
El líder corrupto, ex dueño de la fábrica clausurada por orden del alcalde tras revelarse sus crímenes ecológicos y humanos, ahora regresaba con sus propios hombres. Mercenarios. Armados. Dispuestos a tomar la casa por la fuerza.
—Quiero a esa niña —gritó desde fuera—. Quiero al impostor. Quiero lo que me arrebataron. ¡O incendiaré esta casa con todos dentro!
Los guardias del alcalde se tensaron, pero esperaban la señal. Nadie quería empezar la guerra.
En el sótano, Gibrán sentía hervir algo en su interior. No solo ira. Era algo más profundo: una urgencia mágica que nacía de la vara que descansaba en su pecho.
—Van a entrar —dijo Rebeca—. No vamos a poder detenerlos mucho tiempo.
—No aún —respondió Gibrán, poniéndose en pie. La vara vibraba.
Subió sin esperar aprobación. Ambas madres le siguieron, apenas un paso detrás. Al llegar al recibidor, encontró a los padres en guardia, el alcalde sosteniendo un viejo rifle de los guardados del abuelo
—No disparen —pidió Gibrán.
Del otro lado de la puerta principal, el corrupto rugía como un animal herido. Sus hombres preparaban cócteles incendiarios.
Gibrán cerró los ojos. Tocó la vara.
Y por un instante, el mundo se suspendió.
Las paredes brillaron. El techo pareció respirar. La vara se alzó sola y una palabra antigua brotó de su boca, sin que él la hubiera planeado:
—Nondradal.
Una onda de energía azulada salió de la casa, como un suspiro contenido durante siglos. Los hombres que estaban por lanzar fuego cayeron de rodillas. Las armas se oxidaron en sus manos. El líder corrupto retrocedió tambaleante.
Y entonces ocurrió lo imposible: las estatuas del jardín —esas viejas figuras decorativas sin historia— se alzaron.
Pero no como enemigos. Sino como testigos.
Las figuras de piedra comenzaron a moverse con un crujido ancestral, como si el tiempo mismo despertara en sus articulaciones. Avanzaron con solemnidad hacia el corrupto y sus mercenarios. No alzaron armas. No emitieron sonido. Solo alzaron sus brazos y, uno a uno, señalaron con sus dedos grises, inquebrantables, como jueces eternos dictando sentencia.
La vara de Gibrán respondió con un destello fulgurante, como si reconociera que el momento había llegado.
—No somos nosotros quienes debemos escondernos —proclamó, su voz resonando como un eco en la conciencia de todos—. Son ustedes. Porque lo que enterraron... lo que destruyeron... está empezando a hablar.
Entonces, el cielo se abrió.
Pero no fue una lluvia común. Cada gota que caía sobre la tierra parecía despertar algo dormido. El suelo comenzó a brillar, revelando símbolos antiguos, palabras que habían sido silenciadas por siglos. Como si la verdad, al fin, reclamara su lugar.
“Corrupción.” “Mentira.” “Exilio.” "Asesinos"
El líder retrocedió, tropezando con su propio miedo, y cayó de espaldas.
—¡¿Qué es esto?! —gritó, con los ojos desorbitados.
—La verdad —respondió Gibrán, avanzando con la vara en alto—. Y no puedes taparla con fuego... ni con miedo.
El pánico se desató. Algunos hombres soltaron sus armas como si quemaran. Otros huyeron sin mirar atrás. Y hubo quienes, al ver los símbolos en el suelo, rompieron en llanto, como si algo dentro de ellos también se hubiera roto.
Las estatuas se detuvieron. La lluvia cesó. Y por un instante, el silencio fue más elocuente que cualquier palabra.
Abajo, las madres lloraban en silencio. No por miedo. Sino porque sabían que algo había cambiado.
Y Rebeca su madre, desde el umbral, vio a Gibrán… y por primera vez lo vió no como un hijo inseguro y debil, sino como un puente vivo entre dos mundos.
La guerra aún no terminaba. Pero en esa casa, la batalla se había ganado sin sangre. Solo con memoria y magia verdadera.
Los titulares del día siguiente sacudieron a la ciudad como un trueno contenido demasiado tiempo:
“Hallan al líder de la fábrica ahorcado en la bañera de su casa.”
“Confesiones estremecedoras en la comisaría: la verdad sobre los vertidos tóxicos.”
La noticia se esparció como fuego en pasto seco. Nadie lo esperaba. Nadie lo entendía del todo. Pero algo había cambiado desde aquella noche en que la lluvia reveló los secretos del suelo.
El cuerpo del líder fue encontrado por su esposa, colgando del grifo oxidado, con los ojos abiertos como si aún viera aquello de lo que intentó huir. No dejó nota. No hizo llamadas. Solo el silencio, y una bañera que parecía más un altar de culpa que un lugar de escape.
Horas después, sus hombres más cercanos —los mismos que habían huido entre lágrimas y gritos— se presentaron en la comisaría. No con abogados. No con excusas. Con la verdad.
—Durante años —dijo uno de ellos, con la voz quebrada—, aquella fábrica olvidada en las afueras fue más que un cascarón industrial. Mientras la maleza crecía entre sus muros corroídos y las ventanas rotas dejaban pasar la lluvia, algo mucho más oscuro se gestaba en su interior. No era abandono. Era encubrimiento.