Un giro inesperado

Capítulo 20: El encuentro en atrapabola

El encuentro entre Angélica y Umbra se dio a las afueras de Claro Verde. La reina Sairel y Alondra estaban preocupadas por ella. Sabían que Umbra no era una simple amenaza: era poderoso, impredecible, y le habían pedido que tuviera cuidado, que no subestimara lo que enfrentaría.

Angélica no respondió entonces. Solo asintió, con la piedra de Chronia apretada en el puño y la mirada fija en el horizonte. Sabía que debía ir sola.

El lugar elegido era un valle solitario, uno que en tiempos más tranquilos se usaba para jugar atrapabola, un juego alegre y veloz que llenaba el aire de risas y carreras. Pero ahora, el campo estaba vacío, cubierto por una bruma tenue que parecía flotar apenas sobre el suelo. Las marcas del juego aún eran visibles en la tierra, como huellas de una infancia que ya no regresaría.

Después de caminar en silencio, Angélica se detuvo a unos pasos de él.

Umbra la esperaba.

El aire entre ambos parecía más denso, como si el tiempo se replegara en torno a esa figura. Sus ojos eran dos pozos sin fondo, y su sonrisa no tenía historia. Era como si alguien hubiera vaciado a Gibrán y dejado solo el molde.

—Has venido —dijo Umbra.

Su voz no era un eco: era una invasora. No resonaba en los oídos, sino que se instalaba directamente en la mente, como un pensamiento que no le pertenecía a uno.

—No por ti. Por lo que representas —respondió Angélica, con una firmeza que le brotó desde el centro del pecho.

Umbra ladeó la cabeza, curioso, expectante, en la mirada de umbra se veia maldad y a la vez intriga y observo a Angelica se observa un secreto que aún no se ha descifrado.

—Tú eres el único puente entre nuestros mundos —murmuró, como si compartiera una revelación íntima—. Gibrán es el portal, sí... pero tú eres la llave que lo mantiene abierto. Por eso no puedo destruirte. Aún no.

Angélica alzó la piedra de Chronia. Ya no brillaba. Desde que Umbra la había tocado con sus palabras, la piedra parecía dormida, como si dudara de su propósito.

—¿Lo sientes? —susurró Umbra, dando un paso hacia ella—. Tu magia está contaminada, Angélica. Porque ahora sabes lo que Gibrán pensó. Lo que calló. Eso basta para quebrar un lazo.

—Tú no puedes romper lo que se construyó con verdad —replicó ella, aunque su voz tembló apenas.

Umbra sonrió. No con burla, sino con una especie de ternura torcida.

—La verdad también se oxida, si se deja al aire libre demasiado tiempo.

Dio otro paso. El suelo bajo sus pies se onduló como agua, como si la realidad misma se replegara ante su presencia.

Angélica no retrocedió. Apretó la piedra de Chronia con fuerza, aunque no emitiera luz. No la necesitaba. No en ese momento. Su poder no venía de la piedra, sino de la certeza que ardía en su interior.

—No eres Gibrán —dijo, con la voz firme, casi cortante—. Eres su gemelo maldito, una aberración creada por el horrendo Biff. Y me asquea que te escondas bajo el disfraz de alguien que es muy especial para mí.

Umbra no respondió. Solo la miró. Y por un instante —uno solo— sus ojos dejaron de ser pozos. Fueron espejos. Reflejaron algo que no era burla ni amenaza, sino una grieta. Una fisura en su máscara.

Entonces habló, y su voz parecía arrastrar siglos de resentimiento.

—El problema con la verdad... es que no es suficiente. La verdad no salva. La verdad no cura. La verdad no me hizo real. El rencor sí. El abandono también.

Angélica sintió la duda queriendo tomar forma, como una sombra que se colaba por las rendijas de su mente. Pero la empujó fuera. No podía permitirse flaquear. No ahora.

—Gibrán te teme porque se reconoce en ti —dijo, dando un paso adelante—. Yo te enfrento porque sé que no eres más que el eco de un error. No tienes destino. Solo intención.

Umbra entrecerró los ojos. El aire a su alrededor vibró, como si la realidad misma se tensara. Pero no dijo nada. Porque sabía que, en ese momento, Angélica no hablaba desde el miedo. Hablaba desde la verdad. Y esa verdad, aunque no lo salvara, lo hería.

Umbra alzó la mano, y una tormenta de sombras se formó tras él. Criaturas surgieron del aire como espectros: hechas de gritos, de lágrimas, de pensamientos reprimidos. No tenían forma fija, solo dolor. Y hambre.

Angélica sostuvo la piedra con firmeza… y la arrojó al suelo con decisión.

—No voy a luchar como tú quieres —dijo, su voz firme como el acero—. No necesito destruirte.

Angelica dio un grito como si con ello le dijera todo lo que en palabras no le pudo decir y parecía brotar desde lo más profundo de su ser, alzó el pie y lo estampó con fuerza sobre la piedra, justo en el centro de la llanura.

El cristal se agrietó con un sonido que partió el aire; de la grieta emergió una energía poderosa, vibrante. No humana; antigua y pura, como si la tierra misma despertara de un breve sueño.

Umbra se cubrió los ojos, cegado por el resplandor. Por primera vez, tambaleó.

—¡¿Qué es eso?! Apartame eso de mi—rugió, con la voz distorsionada por el miedo.

—Es la energía pura de Neraida —respondió Angélica, con lágrimas en los ojos, pero sin apartar la mirada—. Esta energía es única… y solo surge cuando el amor verdadero la convoca. Como el que yo siento por Gibrán. Y cuando la verdad deja de ser un arma… y se convierte en un puente.

Las sombras comenzaron a evaporarse, como humo bajo el sol. Umbra retrocedió. Su rostro, antes imperturbable, se desfiguró por el miedo. Por la impotencia.

—Tarde o temprano, te volveré a encontrar —escupió, con la voz rota—. Y ese día… ni tú ni Gibrán podrán con lo que viene.

Angélica no respondió. Solo lo observó mientras Umbra se deshacía en humo, en ceniza, en ausencia.

La llanura volvió a brillar. Y bajo sus pies, como un eco suave, la energía siguió fluyendo.




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