La mañana amaneció con un silencio extraño. No era paz. Era ausencia.
Gibrán despertó con la sensación de que algo faltaba. La vara, apoyada junto a su cama, vibraba con un pulso irregular, como si intentara advertirle de algo que aún no comprendía. Se levantó de un salto, cruzó el pasillo y golpeó la puerta del cuarto de su madre.
—¿Has visto a Angélica? —preguntó, sin saludar.
Regina negó con la cabeza, aún en bata.
—No desde anoche. ¿Por qué?
Gibrán no respondió. Corrió al espejo del ropero, lo tocó una vez. Nada. Lo intentó de nuevo. Silencio. El cristal no vibraba. No respondía. Como si el canal con Neraida hubiera sido... cortado.
—No puede ser —murmuró.
Intentó comunicarse con Sairel. Con Alondra. Con Baco. Pero el espejo seguía mudo. Como si el Velo hubiera sido sellado desde el otro lado.
Fue entonces cuando lo sintió.
Una punzada en el pecho. No física. Emocional. Como si alguien hubiera arrancado un lazo invisible. Corrió a casa de Angélica. Jacinta, la nana, lo recibió con ojos preocupados.
—No se ha despertado —dijo, llevándolo al cuarto.
Angélica yacía en la cama, con el rostro sereno, pero inmóvil. No dormía. No respiraba con normalidad. Estaba como suspendida. Como si una parte de ella estuviera en otro lugar.
—¿Dónde estás? —susurró Gibrán, tomándole la mano.
La vara vibró con fuerza. Y entonces, lo entendió, estaba en Neraida.
—¿Que hace Angelica en Neraida? ¿Porque Sairel se la habrá llevado?
Un destello. Una imagen fugaz. Su propio rostro… pero no era él. Era más alto. Más rígido. Más frío. Y sus ojos… no tenían alma.
—No… —murmuró—. No puede ser.
La vara proyectó una visión: Umbra, caminando por los pasillos de Claro Verde, saludando a los guardianes, hablando con Baco. Nadie lo detenía. Nadie lo cuestionaba. Porque todos creían que era él.
—Tiene mi rostro —dijo Gibrán, con la voz quebrada—. Pero no soy yo.
Gibran comprendiendo todo, que Angelica tenia una mision que cumplir.
En lo profundo de una caverna cubierta de raíces negras, donde el aire olía a savia podrida y a secretos antiguos, Biff se arrodillaba frente al Necromicron. El libro ya no estaba sellado, pero tampoco se abría. Vibraba. Palpitaba. Como si respirara con esfuerzo, resistiéndose a ser profanado.
Las runas en su superficie se movían como gusanos de tinta viva, retorciéndose bajo la piel del grimorio. Cada una parecía susurrar un idioma olvidado, una advertencia que Biff ignoraba con arrogancia.
—¡Ábrete! —gruñó, con los dientes apretados.
Sus dedos, ennegrecidos por la magia corrupta, forcejeaban con los bordes del libro como si intentara arrancarle la verdad a golpes. Un aura púrpura lo envolvía, chispeando con energía inestable. El suelo temblaba levemente bajo sus rodillas, como si la caverna misma temiera lo que estaba por despertar.
Zarkon, de pie a unos pasos, observaba en silencio. No intervenía. Sabía que Biff estaba cruzando un umbral del que no habría retorno.
—No necesitas abrirlo así —murmuró el hechicero—. El libro no responde a la fuerza. Responde al equilibrio… o a su ruptura.
—¡Entonces lo romperé! —escupió Biff, con los ojos inyectados de furia—. Si no te puedo abrir con la llave… te abriré con sacrificio.
El Necromicron vibró con más intensidad. Una página se arrancó sola, girando en el aire como una hoja maldita, y se clavó en la piedra con un chasquido seco. En su centro, un símbolo triangular comenzó a brillar con luz púrpura.
Zarkon frunció el ceño.
—¿Qué significa?
Biff sonrió. Una sonrisa torcida, rota.
—Que está listo. Solo falta una cosa: el sacrificio.
—¿De quién?
—De quien posea la vara —dijo Biff, señalando su propio pecho—. O de quien lo desafíe.
Y en su mente, la idea se encendió como una chispa venenosa. Gibrán. El niño. El obstáculo. La llave viviente.
El libro no necesitaba ser convencido. Solo necesitaba ser alimentado.
Gibrán se arrodilló junto a Angélica. La vara brillaba con una intensidad que nunca había visto. No era solo magia. Era desesperación.
—Voy a traerte de vuelta —susurró—. Y voy a destruir a ese impostor.
Pero en el fondo, sabía que Umbra no era solo una copia. Era una grieta. Un reflejo roto. Y para enfrentarlo… tendría que mirar dentro de sí mismo.
Mienetras tanto en la penumbra del Salón de las Raíces, donde las paredes respiraban con savia viva y las antorchas flotaban como luciérnagas inmóviles, Sairel sostenía un pergamino antiguo entre sus manos. Las letras, escritas con tinta de flor de luna, se movían lentamente, como si despertaran de un sueño largo y peligroso.
Alondra y Baco la observaban en silencio. El aire estaba cargado de una tensión que no venía del exterior… sino del conocimiento.
—El conjuro de apertura del Necromicron… —dijo Sairel, con voz grave— no puede completarse sin un sacrificio.
Alondra frunció el ceño.
—¿Qué tipo de sacrificio?
Sairel bajó la mirada al pergamino. Las palabras brillaban con un resplandor tenue, como si no quisieran ser pronunciadas.
—No es cualquier sacrificio. Requiere una gota de sangre del ser original… del que fue duplicado.
Baco dio un paso al frente, incrédulo.
—¿Gibrán?
—Sí —asintió Sairel—. Umbra fue creado a partir de él. Y aunque es una sombra, un reflejo… el libro exige tocar la esencia del verdadero. Solo así puede abrirse por la vía oscura.
Alondra se llevó una mano al pecho.
—¿Y la otra vía?
Sairel cerró el pergamino con cuidado, como si temiera que el conocimiento escapara.
—La otra vía es la llave. La que eligió al portador. La que responde al equilibrio. Pero Biff… Biff no fue elegido. Por eso busca forzar la apertura. Por eso creó a Umbra. Si no puede abrir el libro con la llave… lo hará con sangre.
Un silencio denso cayó sobre el salón. Las raíces se tensaron. Las antorchas parpadearon.