Un giro inesperado

Capítulo 22: El rostro del traidor

El cielo sobre Claro Verde estaba cubierto por una bruma espesa, como si el Velo mismo se negara a dejar pasar la luz. En el centro del Círculo de los Pactos Rotos, donde solo se permitía el ingreso a las reinas y a los traidores antes del juicio, Sairel aguardaba.

Su cetro brillaba con una luz tenue, no de poder, sino de advertencia. A su alrededor, las raíces del suelo se entrelazaban como serpientes dormidas, y las flores del juicio —aquellas que solo se abrían ante la verdad— permanecían cerradas.

Un zumbido grave anunció su llegada.

Biff emergió de entre las sombras, envuelto en una túnica negra que parecía hecha de humo y savia seca. Sus ojos, antes brillantes, ahora eran pozos oscuros. En su mano, el Necromicron vibraba como un corazón enfermo.

Sairel lo miró. Y por un instante, el tiempo pareció detenerse.

—Biff… —susurró, con la voz quebrada—. ¿Qué te hiciste?

Él sonrió. Una sonrisa torcida, hueca.

—Me liberé.

—No —dijo ella, dando un paso al frente—. Te perdiste. Tú eras luz. Eras compasión. Eras mi amigo. Mi hermano elegido. ¿Dónde está ese Biff?

—Muerto —respondió él, sin titubear—. Lo mataste tú, Sairel. Con tus reglas. Con tus límites. Con tu maldito equilibrio.

Sairel sintió que algo dentro de ella se rompía. No por miedo. Por duelo.

—Yo confié en ti. Te abrí las puertas de mi reino. Te mostré los secretos del Velo. Te di un lugar junto a mí… y tú lo usaste para traicionarnos a todos.

—¡Porque tú nunca me viste! —rugió Biff, y el Necromicron vibró con violencia—. Siempre fui tu sombra. Tu consejero. Tu segundo. Nunca el elegido. Nunca el portador. Siempre el que obedecía mientras tú brillabas.

—No necesitabas brillar —dijo ella, con lágrimas en los ojos—. Ya eras parte de la luz. Pero elegiste la oscuridad. Y ahora… mírate. No eres libre. Eres esclavo de un libro que ni siquiera te reconoce.

Biff apretó los dientes. El aura púrpura del Necromicron lo envolvía como una serpiente viva.

—El libro me escuchará. Se abrirá. Y cuando lo haga, tú caerás. Tu reino caerá. Todo lo que protegiste… será mío.

—¿Y qué te quedará, Biff? —preguntó Sairel, con la voz rota—. ¿Un trono vacío? ¿Un poder que no puedes controlar? ¿Una victoria sin alma?

Él no respondió. Solo alzó el libro. Las runas se agitaban como gusanos de tinta viva. Una página se desprendió y flotó entre ambos. En ella, el símbolo triangular brillaba con luz púrpura.

—Está listo —dijo Biff—. Solo falta una cosa.

Sairel cerró los ojos. Ya sabía la respuesta.

—Una gota de sangre.

—Del original —confirmó él—. Del niño. De Gibrán.

—No permitiré que lo toques.

—No podrás evitarlo —susurró Biff—. Él vendrá. Porque el libro lo llama. Porque su vara lo empuja. Y cuando lo haga… no necesitaré matarlo. Solo una herida. Una gota. Eso es todo.

Sairel apretó el cetro con fuerza. Las raíces del círculo se tensaron, como si compartieran su dolor.

—Te amé como a un hermano —dijo, con la voz temblando—. Y ahora solo siento lástima por ti.

—Guárdate tu lástima —escupió Biff—. No la necesito. Solo necesito que el libro se abra. Y lo hará. Con llave… o con sacrificio.

Y con un gesto seco, desapareció entre las sombras, dejando tras de sí un olor a savia quemada y traición.

Sairel se quedó sola. Las flores del juicio seguían cerradas.

Al mismo tiempo, Baco intentaba entrar al Círculo de los Pactos algo invisible lo contenía. Una barrera mágica, tejida con la misma oscuridad que envolvía al Necromicron, lo mantenía fuera. Golpeó el aire con el puño, frustrado, impotente.

—¡Majestad! —gritó, pero su voz no atravesaba el umbral.

Solo cuando Biff desapareció entre las sombras, el hechizo se deshizo como humo disipado por el viento. Baco irrumpió en el círculo, jadeando, con el cetro en mano, listo para enfrentar lo que fuera.

Pero lo que encontró lo desarmó por completo.

Sairel estaba de rodillas, el cetro caído a un lado, y las lágrimas corriendo por su rostro como ríos silenciosos. No lloraba por miedo. Lloraba por pérdida. Por traición. Por amor roto.

Baco se detuvo en seco. Su pecho se contrajo con una rabia que no sabía que podía sentir. No por él. Por ella.

—No… —susurró, acercándose con pasos lentos—. No merece esas lagrimas su majestad.

Sairel alzó la mirada. Sus ojos, aún brillantes, estaban empañados por el dolor.

—Lo vi, Baco… —dijo con la voz quebrada—. Lo vi con mis propios ojos. No queda nada de él. Solo… sombra. Solo ambición.

Baco apretó los dientes. Su corazón latía con fuerza, no por miedo, sino por furia. Él también había querido a Biff. Lo había admirado. Su familia le debía mucho: cuando eran niños, los padres de Biff habían ayudado a los suyos a sobrevivir una plaga que casi los destruye. Biff había sido su ejemplo, su inspiración.

Y ahora… solo quedaba un cascarón corrupto.

—Yo lo seguí —dijo Baco, con la voz temblando de rabia—. Lo defendí cuando otros dudaban. Creí en él. Y tú… tú le diste un lugar que nadie más habría merecido. Lo trataste como a un hermano. Como a un igual.

Sairel asintió, bajando la mirada.

—Y él lo usó para destruirnos.

Baco se arrodilló a su lado. No como súbdito. Como amigo.

—No más, mi reina. No más compasión para quien solo siembra ruina. Si él quiere abrir ese libro con sangre… tendrá que pasar sobre nosotros. Y no lo lograremos con lágrimas. Lo lograremos con verdad. Con fuego. Con todo lo que aún somos.

Sairel lo miró. Y en sus ojos, entre el dolor, comenzó a encenderse una chispa. No de venganza. De determinación.

—Entonces prepárate, Baco —susurró—. Porque la guerra ya no es por el Velo. Es por el alma de este mundo.

Y juntos, se pusieron de pie.




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